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Tribuna:Viajes
Tribuna
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Memoria nocturna de Marsella

Me pregunto si la mejor introducción, al hablar de una ciudad, consiste en situarla con precisión en su espacio teórico correspondiente, esas coordenadas de latitud y longitud que la definen respecto al ecuador y respecto a la renombrada localidad inglesa de Greenwich. La ventaja de tal introducción sería la brevedad y la exactitud matemática. Pero voy a proceder de otro modo, voy a definir a Marsella en mi espacio mental y en mi tiempo biológico. Conservaré la brevedad de unas pocas líneas. No puedo, sin embargo, garantizar la exactitud británica que exige la geografía. El espacio del recuerdo no es tan definido como lo desearían los viajeros. Remontar a la primera impresión, al encuentro de la memoria virgen, plantea, por el contrario, los problemas de todo descubrimiento. El autor se aventura en un territorio desconcertante, se pasea por una ciudad en ruinas, a medias enterrada en las arenas del olvido, a medias devorada por la selva de los recuerdos posteriores, transformada por aquella suntuosa vegetación que en muchos casos sólo garantiza nuestra facultad de imaginar lo que fue sobre lo que verdaderamente ha sido.Yo llegué a Marsella por primera vez hace treinta años, siendo un mozo de veinte. Las circunstancias que me llevaron allí son irrelevantes, aunque no fuera la menor de todas ellas el simple deseo de viajar, y el convencimiento de que los puertos de mar satisfacen de algún modo esa inclinación. Fue un contacto azaroso, intenso, de unos pocos días, que en algún momento rozó la más cruda ilegalidad y que terminó obedeciendo al mismo impulso que lo había iniciado. Entonces conocí Marsella como se conoce a una mujer en la sala de espera de una estación de ferrocarril. Sus rasgos quedan grabados en la memoria nocturna, se retiene un nombre y los retazos de una conversación, algunas confidencias, un deseo insatisfecho y la aguda conciencia de que jamás será posible un reencuentro.

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He de decir que Marsella excedió mis expectativas. La ciudad venía precedida por una reputación puteril y mafiosa que no ha menguado. El temor de aquel primer contacto fue de corta duración. Ni las mujeres de la vida se comen crudos a los adolescentes ni la mafia molesta al viajero salvo que se interfiera en sus asuntos. El tema de Marsella como ciudad del hampa exigiría más páginas de las que dispongo. Mi información al respecto sólo alcanzaría a trazar las grandes líneas que habitualmente ocupan la crónica de sucesos de la prensa local. Memé Guerini, aquel padrino tan respetado, murió de un tiro en la cabeza cuando circulaba en su automóvil, hace ya algunos años. Después de eso han sucedido la guerra de las Gaseosas, la matanza del bar del Teléfono, el sospechoso suicidio de Gaetano Zampa, un aspirante a padrino, en su celda de Les Baumettes, la cárcel de la ciudad. Murió Gastón Deferre, el indiscutible alcalde de Marsella, y la ausencia política que tal situación creó, de algún modo se corresponde con un vacío paralelo, confuso y aún sin resolver, en el hampa local.

Quiero volver a mi experiencia personal, que, como el lector imaginará, se encuentra muy alejada del proxenetismo y del tráfico de drogas. Salvo las escasas circunstancias en que el azar me convirtió en espectador involuntario de algún suceso (el asesinato del cajero de La Belle Epoque, en uno de los bulevares más concurridos de una ciudad vecina), he de decir que la vida en Marsella transcurre con toda normalidad. Las malas lenguas afirman que cualquier consulta política va precedida de un atraco cuyo botín es proporcional a la importancia de la elección, y con ello pretenden demostrar una relación indiscutible entre la financiación de las campañas electorales y el delito. Puede que tal fuera el caso durante algunos años. Hoy día no pasa de ser una fascinante suposición. Estaría por declarar que la reputación de ser una de las capitales del delito organizado confiere a Marsella cierta mediterránea placidez en lo que se refiere el mantenimiento del orden.

Desde que llegué transitoriamente a Marsella con veinte años hasta el tiempo en que me establecí cerca de esa ciudad, llegué a apreciar su localización geográfica, entre Italia y España, dos países que entonces me resultaban igualmente imprescindibles.

Desde lo alto de Nôtre-Dame de la Garde se contempla el islote y la prisión donde estuvo encerrado el conde de Montecristo, un hombre justificadamente vengativo, protagonista de una de las evasiones más famosas de la historia de la literatura. Sus aventuras alimentaron la imaginación de muchas generaciones de adolescentes tenebrosos. Durante la última Guerra Mundial, un barrio del Vieux-Port fue dinamitado en una acción de represalias contra la Resistencia marsellesa. En la parte que permaneció intacta se encuentra el restaurante de Maurice Brun, que ofrece el mismo menú invariable desde hace 54 años, es decir, casi cinco veces más de lo que duró el III Reich que se proclamaba milenario. Eso me hace pensar que yo tengo una camisa que me ha durado más tiempo que el III Reich.

La idea de Marsella se resume en la contemplación de la rada de noche, una visión para el recuerdo más puro. Ahora quiero señalar un detalle. Las ciudades siempre me han gustado por lo que son. Pero he de confesar que también me gustan por las posibilidades que ofrecen de irse a otra parte. Quizá sea ése el mejor regalo que Marsella promete, una ciudad donde ninguno de nosotros sanará jamás del instinto de fuga.

Manuel de Lope (Burgos 1949) es autor, entre otros libros, de Marsella (Destino) y de Bella en las tinieblas (Alfaguara).

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