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Según Aristóteles y Pitágoras, el número alcanza su perfección en la tercera potencia. Por eso, el ocho (23=2x2x2) simbolizó la perfección en las interpretaciones paleocristianas, y se manifestó en el octógono de la pila bautismal, en la planta octogonal del baptisterio, y en la circuncisión de Cristo, que se celebró el octavo día después de la Navidad. En este sentido, el pulpo tenía todas la posibilidades de ser un animal sagrado, estimado por la Iglesia. No obstante, por una de esas ironías que depara la Naturaleza, tan sólo los pulpos y los arácnidos son octópodos, e inevitablemente, este animal pasó a considerarse de mal agüero, y a interpretarse como el emblema de los vicios, y sobre todo de la avaricia, por esa innata tendencia que tiene a pegarse a cuanto toca. ¡El pulpo avaro! Son cosas del contacto del hombre con la naturaleza... En cualquier caso, me pregunto qué concepto tendrá el octópodo del hombre, ese ser bípedo que, en cuanto puede, lo apalea vivo contra las piedras. Charles Darwin, en la crónica de su viaje del Beagle, narra sus experiencias con los pulpos de Santo Domingo: "Más de una vez, mientras buscaba animales marinos, con mi cabeza a unos dos pies por encima de la costa, recibí en la cara un chorro de agua acompañado de un leve sonido discordante. Al pronto buscaba en vano de dónde venía aquella agua; luego descubría que la arrojaba un pulpo; y por muy escondido que estuviera dentro de un agujero, ese chorro me hacía descubrirle". El pulpo, con la ayuda de su sifón, puede expulsar agua a bastante distancia: me imagino la cara de Darwin chorreante, y al pobre pulpo tembloroso, consciente de la magnitud de la tragedia. Y es que, en el fondo, el pulpo es un infeliz, un torpe, un pobre patoso.