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Tribuna
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Perplejidades

Un miércoles por la noche leí en Albuquerque, Nuevo México, mi periódico español del jueves. Acababa de llegar a la ciudad de los desiertos y las montañas para encontrarme a mí mismo, después de unos meses de complicadas y ruidosas preguntas sobre la existencia. Las noches del alma necesitan buscar una aurora, una luz que ponga orden en las cañerías y los frigoríficos del insomnio. Pero hay luces demasiado rotundas, implacables en su afán de calcularlo todo con el ojo de un taxidermista. Así que decidí buscarme a mí mismo en Albuquerque, aceptando la invitación de un amigo que tiene la costumbre de acabar cualquier discusión literaria o política hablando de la luz de los atardeceres de Nuevo México. Se trata de una luz matizada, de respiración tranquila, que se pega a las rocas y se niega a abandonar el día con una sorprendente y pausada voluntad de resistencia. Llegué dispuesto a encararme con la sabiduría de aquella luz, para preguntar ante los horizontes abiertos y los espacios infinitos: ¿qué pasa conmigo? En fin, este tipo de preguntas que el eco se encarga de repartir de piedra en piedra, por la red metafórica de los abismos.Mi amigo compró un par de botellas de buen vino, preparó una cena de bienvenida y deslizó entre los tenedores, los cuchillos y las copas algunas ideas relacionadas con mis preguntas sobre la existencia. Yo las soporté con la impasible lejanía del cisne, sin el recurso defensivo de la confesión patética. Por una advertencia de García Márquez, todo el mundo sabe que los cuerpos viajan a la velocidad del avión, pero las almas tardan mucho en llegar al aeropuerto de destino. Mi alma no había llegado, no estaba en la cena, así que el alcohol de los recuerdos y los consejos no podía escocer en ninguna herida. A todas luces era mejor que dejásemos la charla sobre la luz de Nuevo México para el día siguiente. Mi amigo encendió el ordenador, se conectó a Internet y me invitó a leer el periódico.

Por la diferencia horaria y por la agilidad de la red, leí el periódico del jueves mientras me tomaba el café de la cena de un miércoles confuso, viviendo sin vivir en mí, sosteniendo por una tela de araña mística de hilos telefónicos, luces infiltradas y humo de aviones. Soy un bufón trascendente, he aprendido a resolver con humor las experiencias purgativas, por lo que no es raro que encaminara mis pasos en la noche del alma siguiendo la vía de las ocurrencias chistosas. Le propuse a mi amigo un plan perfecto para volver a encontrarme con mi ser: regresar a España, y llamarlo los viernes a la hora de la cena para que me lea la columna que yo voy a publicar en el periódico del sábado por la mañana. Si me esperasen un poco en la redacción, además de facilitarme generosamente el trabajo, me ayudarían a encontrar mi ser, mi verdad última, ese eco perdido en alguna caverna psicológica del espacio, en algún entramado nervioso del infinito. Era una broma, claro, mi amigo y yo nos reímos, pero la ocurrencia se me coló después en el insomnio y en el miedo a las evaporaciones. El otro día leí que unos científicos han visto salir un rayo de una caja oscura antes de entrar en ella. Como tiene la mosca detrás de la oreja, mi alma volvió a esconderse en un pliegue de la cama revuelta.

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