Fiel a sus códigos
El hombre mediocre, una obra en la que José Ingenieros apela a los ideales como arma para huir de la mediocridad, es el libro preferido de quien, según Menotti, es el mejor futbolista que ha dado Argentina después de Maradona. Toda una muestra de la peculiar personalidad de Fernando Redondo, feroz defensor dentro y fuera del campo de los viejos códigos que aprendió en los potreros -descampados- en los que empezó a jugar al fútbol en su Argentina natal. Leyes no escritas que hablan de compromiso, compañerismo y honorabilidad. De respetar y hacerse respetar. Reglas que Redondo aplica sobre el césped y fuera de él. "Hay ciertas normas de conducta que son inquebrantables", afirmó Redondo en su día. Normas que explican la decepción con la que Redondo ha recibido su venta al Milan, una marcha que la nueva directiva del Real Madrid ha vendido como deseo personal y que el jugador ha sentido como una traición de la que no ha podido escapar.Una traición que hace algunos años seguro que Fernando Carlos Redondo (31 años, Buenos Aires) no habría sentido como tal. "No tengo ningún vínculo afectivo especial hacia el Real Madrid", aseguró en enero de 1993. "No me inquieta, ni me pone nervioso ni me ilusiona ir al Madrid", afirmó en febrero de 1994. Por entonces vestía la camiseta del Tenerife, al que había llegado el verano de 1990, con 21 años recién cumplidos, procedente del Argentinos Juniors, y el Real Madrid no era más que un grande como tantos otros, un club histórico, un escaparate donde reivindicar el fútbol exquisito y generoso que aprendió de sus admirados Marangoni (medio centro del Independiente) y Falçao (centrocampista brasileño que brilló en el Mundial 82). Ahora sí, después de seis temporadas en el Bernabéu, Redondo sí tenía un vínculo afectivo, sí le ilusionaba jugar en el Madrid, y por eso no pudo evitar, una vez que el club anunció su venta al Milan, explicar que se iba porque la directiva no contaba con él, porque le quería vender, porque ya no existía ese compromiso que aprendió de niño en el potrero.
Viejos códigos de barrio que Redondo lleva grabados a fuego, aunque él no sea un hijo de la calle como lo es Maradona. Redondo nació en el seno de una familia acomodada y jamás sufrió las penurias que pasó su compatriota en su infancia. Su padre era el propietario de una cadena de frigoríficos y la familia vivía en Adrogué, una zona residencial situada en las afueras de Buenos Aires. El niño Redondo no tuvo más preocupaciones que la pelota. Ni siquiera sufrió mucho para que renococieran su pericia. Con apenas 10 años ingresó en las categorías inferiores del Argentinos Juniors y con 16 ya debutó en la Primera División de su país.
Desde el principio, todo fueron elogios y parabienes para ese chico de físico poderoso que manejaba el balón con soltura, siempre bien pegado al pie izquierdo. Redondo, la vuelta del viejo medio centro; Redondo, el futuro de la selección albiceleste... Para Redondo, sin embargo, no todo era fútbol. El campeón del mundo sub 16, haciendo oídos sordos a todas las voces que clamaban por su convocatoria para el Mundial 90, pidió a Bilardo que no le llevara a Italia para poder preparar los exámenes de la carrera de Económicas. "Soy jugador de fútbol, pero por encima soy persona", explicó. Se perdió un Mundial, ganó un enemigo (Bilardo) y comenzó su relación de amor y odio con la selección y toda la afición del país.
Una relación con constantes encuentros y desencuentros, con reconciliaciones como la que supuso la destacada participación de Redondo en el Mundial 94 y con portazos como el que en 1995 le dio a Passarella, con el que se negó a jugar porque, según el jugador, le exigía que se cortase el pelo, o el que este mismo año le dio a Marcelo Bielsa, al que pidió que no le convocara para la selección argumentando que su físico sólo le daba para una sola competición. Y se centró en el Madrid.
Un Madrid en el que ya era indiscutible, uno de los capitanes y uno de los ídolos de la afición. Bien lejos quedaban sus primeros años en el club, al que llegó en 1994 de la mano de Jorge Valdano, cuando las lesiones y los silbidos de la grada amezaron con frustar su carrera. La derrota frente al Rayo en enero de 1996 que provocó la destitución del técnico, y en la que el Bernabéu también pidió la marcha del jugador, fue su peor momento. Ni siquiera entonces se le oyó una queja, un lamento. Redondo siguió fiel a sus viejos códigos, a su trabajo en el campo, y, cuando peor le pintaban las cosas, remontó el vuelo.
Con la semifinal frente al Borussia Dormund de la Copa de Europa del 98, cuya final ganaría luego el Madrid en Amsterdam, se metió en el corazón del Bernabéu, y allí se ha quedado. Por encima de las dos Ligas, las dos Copa de Europa o la Copa Intercontinental, Redondo es patrimonio del Madrid, aunque vaya a jugar en el Milan. Patrimonio de una afición que, nada más llegar, describió así: "Es como todas; si hay buen espectáculo y caen los títulos, aplaudirán a rabiar". Una afición que dejó de ser como todas el jueves cuando se concentró en el Bernabeú para pedir al club que no le vendiera.
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