Nuestro Kosovo.
Hace ya más de un año que terminó el bombardeo continuado desde los cielos de Kosovo. Quedan al respecto todavía interrogantes no resueltos que, a la luz de los acontecimientos posteriores, brillan de forma particular. ¿Fue el ataque una decisión precipìtada? ¿Fue proporcional al daño que se quería evitar? ¿Se agotaron previamente todas las vías de presión diplomática y económica? ¿Fue el bombardeo la causa de los males que lo siguieron? Sin embargo, en la complejidad de las reflexiones y del análisis de esta última (por el momento) guerra europea, parece que al menos dos principios debían de permanecer claros. Uno: quienes bombardeamos aquel país estábamos intentando oponernos a la limpieza étnica, y más en general, a la estructuración de una sociedad en Europa sobre bases raciales o étnicas. Dos: quienes bombardeamos Kosovo aplicábamos un teórico derecho de injerencia en un Estado soberano, sin ánimo de modificar por la fuerza sus fronteras. Tristemente, ambas afirmaciones, ambos principios, han saltado por los aires ya hoy. Y cada día que pasa se alejan más y más, arrastrados por la inexorable corriente del fait accompli.Un paseo por Pristina hace escasos días produce una impresión no muy distinta a la que debían sentir quienes pasearan por Tokio o por Berlín en los primeros momentos de las sucesivas victorias de 1945. Una presencia militar absolutamente generalizada. Tropas de ocupación patrullando por las avenidas, con el dedo en el gatillo de sus armas. Controles de carretera protegidos por sacos de arena. Tanques y tanquetas en lugar de autobuses urbanos y tranvías. Una población local sometida por completo a las fuerzas extranjeras. También a fuerzas civiles, es cierto: pero son las militares las que marcan el tono de la situación.
Sin embargo, existen matices importantes respecto de lo que debió ser la ocupación de 1945. En primer lugar, la población que llena las calles al caer la tarde, mayoritariamente joven, bulliciosa y alegre, no puede estar más lejos de la mentalidad de un pueblo vencido. Es un pueblo liberado del enemigo. El ejército, nuestro ejército, es su libertador. Los vencidos han huido en su inmensa mayoría. Los que quedan, unas decenas en la capital, según parece, malviven en guetos que ese mismo ejército protege como a especies en extinción. Son gente, ciudadanos, civiles, que saben que están en constante peligro de muerte si salen a lo que, antes del bombardeo, era su calle, su ciudad. En el resto del país, en el norte, algunos enclaves serbios sobreviven fuertemente protegidos. Y en medio, la ciudad de Mitrovica, un nuevo Berlín dividido, donde el río y las alambradas permiten la "coexistencia" de serbios y albaneses en el mismo término municipal.
Y existe también una segunda nota propia. Aquí el conquistador no es propiamente Estados Unidos, ni la URSS, ni ningún Estado conocido. Es un estado virtual, del que todos formamos parte, que responde al nombre de "Comunidad Internacional". Un estado con dudosa democracia en su origen (¿qué parlamento lo controla?), y que, de forma absolutamente autoritaria, se supone que tempralmente, controla y dispone de una población de cerca de dos millones de personas. Nada, absolutamente nada, queda en manos de unas inexistentes autoridades locales o nacionales. De hecho, es llamativa la mezcla en las mismas mesas de decisión de todo tipo de expedientes, habitualmente diferenciados en distintos niveles de poder: control de fronteras, recogida de basuras, lucha contra el narcotráfico o el contrabando, establecimiento de escuelas y elaboración de programas educativos, atención sanitaria primaria, construcción de infraestructuras, circulación de vehículos y establecimiento de semáforos, banca, suministro eléctrico, seguridad ciudadana, etc... Todo el poder, absolutamente todo, ya sea municipal o de estado, ejecutivo, legislativo y judicial ha sido asumido por la llamada Comunidad Internacional. Tenemos un protectorado en los Balcanes. Conviene que empecemos a tomar consciencia de ello.
Porque lo dramático no es propiamente la situación descrita, quizá inevitable por el momento. Lo lamentable es que esta situación, en principio provisional, no tiene fecha de caducidad ni rumbo conocido. Nadie sabe, ni allí ni en las principales cancillerías implicadas, hacia dónde nos dirigimos. Más allá de la indeterminada Resolución 1.244 de Naciones Unidas, imposible de cumplir en sus términos exactos, no existe un plan, un objetivo político más o menos preciso para ese pedazo de tierra y para quienes viven en él. Tan sólo un vivir al día, un ir mejorando las condiciones de vida de los kosovares garantizando a un tiempo su seguridad. Bien, pero ¿para qué?, ¿hasta cuándo?
Los kosovares, hoy de etnia albanesa en su inmensa mayoría, sí creen tener una respuesta obvia a estos interrogantes. Ellos sueñan con un Kosovo independiente. Nuestro papel habría sido el de hacer su guerra, librarlos de la opresión y el genocidio, y a partir de ahí, no nos quedaría sino devolverles su país para que, limpio de serbios, lo administren. No hay voces disonantes en este aspecto. Ibrahim Rugova, líder presuntamente moderado que basa todo su prestigio en jugar con sus silencios, no se distingue en este punto de Hashim Thaci, ex comandante del ULK y hoy líder político mayoritario. Independencia cuanto antes, y punto. ¿Y los serbios? ¿Y la reconciliación? Planteamientos utópicos en una sociedad donde el odio acumulado hacia ellos sólo es comparable, quizá, al de los peores momentos del conflicto palestino. Formalmente, los líderes locales no descartan el posible regreso de serbios. Pero en ningún caso se contempla, hoy por hoy, su integración en estructuras de poder, integración que los propios serbios kosovares rechazan también, negándose a participar en las elecciones locales convocadas para el 8 de octubre.
Entretanto, la comunidad internacional rechaza de plano esa posibilidad. Ni a corto ni a medio plazo se quiere contemplar un Kosovo independiente. Por múltiples razones, todas ellas más que razonables. Este nuevo Kosovo sería, por definición, un Estado de base étnica, albanés. Su supervivencia dependería de la protección militar que Occidente le suministrara: incluso una Serbia democrática no podría aceptar jamás otra posibilidad que la reintegración, con mayor o menor autonomía, de Kosovo a su soberanía. Por otro lado, es muy probable que ese nuevo Kosovo, a pocos años de su independencia, intentara fusionarse voluntariamente con la actual Albania: nuevo cambio de fronteras y nuevo factor de desequilibrio en la zona. Particularmente en la vecina Macedonia, cuya población albanesa convive con la macedonia en un equilibrio más que inestable. O en la República Srpska, hoy parte de Bosnia- Herzegovina, frente a la que no habría argumentos para impedir su independencia y posterior fusión con Serbia.
La contradicción entre ambos planteamientos es flagrante. Y mientras no se resuelva, es imposible dar un paso sólido en la reconstrucción del país. Como imposible es también pretender atraer la más mínima inversión extranjera. Ello sin contar con un riesgo cierto a medio plazo: ¿cuánto tardarán los kosovares en ver a esa comunidad internacional, a sus funcionarios y a sus soldados como los enemigos de su independencia, como poco más que una fuerza de ocupación?
Finalmente, en todo este confuso panorama hay otro aspecto que pasamos por alto con demasiada facilidad, y sin el cual la visión del cuadro permanece incompleta. Kosovo, y en general los Balcanes, han quedado políticamente en 1989. En el mejor de los casos, dejando a Serbia a un lado, para ellos el muro acaba de caer. Están muy lejos de la evolución y maduración que han seguido otros estados de la Europa oriental en su tránsito hacia la democracia. Corrupción en todos los niveles, escaso aprecio al Estado de derecho o a la libertad de prensa, jueces arbitrarios, pasividad social sin iniciativa privada en lo económico o empresarial, ausencia de una auténtica sociedad civil sobre la que apoyar la reconstrucción... En otras palabras: no se trata sólo de canalizar una situación de posguerra. En ese flamante protectorado hay que hacer todas las reformas que en Polonia, en Eslovaquia o en Bulgaria se iniciaron hace al menos diez años.
Para que alguien pueda formular una solución, es necesario ante todo hacerse cargo del problema. Y Kosovo, ahora, es nuestro problema. Y continuará siéndolo durante unos cuantos lustros.
Ignasi Guardans es diputado. Portavoz de Asuntos Exteriores del Grupo Parlamentario Catalán (CiU).
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