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El Tour y las tejas

Durante el mes de julio las sobremesas más tórridas del año se prolongan con la llegada del Tour de Francia. Mucho han cambiado las cosas desde que el primerizo Louis Malle filmara su delicioso ¡Vive le Tour!, documental sobre el Tour de 1962 en el que se contempla cómo los corredores paraban en las cantinas a pie de carretera, se aprovisionaban al asalto de agua y café, para salir como el rayo y tomar a la carrerilla la bicicleta del suelo e iniciar la cabalgada. Lejano romanticismo del que hemos saltado en cuarenta años a una tecnificación tanto del deporte como en su manera de contemplarlo. De las míticas retransmisiones de Robert Chapatte en Radio France pasamos a las cámaras que reciben el vaho del sudor, las instaladas en el cuadro de la bicicleta o las incrustadas en el asfalto. De todos estos ojos dispersos, sin duda el que más me maravilla es la vista de pájaro que proporciona el objetivo volador de los helicópteros. Ahora seguimos la carrera y viajamos de manera privilegiada por la geografía. La mirada se lanza sobre el horizonte y navegamos en la Francia de las llanuras del oeste, en la del ondulado macizo central o en la del reticulado y multicolor sudeste provenzal. Y cuando la meteorología lo permite, también por los abruptos acantilados y las nieves permanentes de los Alpes y los Pirineos.También la vista de pájaro nos hace ver los resultados de la mano humana sobre el paisaje. Muchos de nuestros pueblos nos muestran desde el ojo aéreo una cara oculta repleta de anárquicas medianeras, áticos acristalados a golpe de aluminio, azoteas coronadas con el feo torreón del ascensor, sobreelevados y cubiertas grisáceas y enmohecidas de fibrocemento. En las afueras de los pueblos y a las orillas de las carreteras de salida se arremolinan las naves industriales, los talleres, los cementerios de chatarra, los concesionarios de mil cosas, los aparcamientos de maquinaria y algún que otro mazacote de adosados. Necesitamos algunos kilómetros para dejar de ver artilugios abandonados, casas a medio hacer y después del último club de alterne encontrarnos con lo que sarcásticamente denominaremos "campo, campo". Especialmente insufribles son esas naves clónicas hechas de la manera más barata: bloques de hormigón visto, cerchas metálicas y cubierta de placa ondulada. Sin olvidar la riqueza que se genera bajo tanta techumbre de fibrocemento, no se ha cuidado la planificación urbana dañando la salud estética de los pequeños lugares.

El paisaje urbano francés que se desliza silencioso por las tardes de julio, principalmente el rural, resulta más cuidado, más amable y destaca, visto desde el cielo, en el predominio de las tejas y las pizarras. Hace un par de jueves la carrera llegaba a Villeneuve sur Lot, una mediana población cruzada por ese río que baña unos kilómetros más arriba a la más importante Cahors. El adelanto sobre la hora de llegada, fruto de la velocidad que imprime la carrera más competitiva, permitió al helicóptero unas vueltas de más. Y así, entre la clasificación general y la de montaña, la mirada se desplegó sobre las mil tonalidades rojizas y ocres de la tejas, enriquecidas por el color pardo de los líquenes, el viejo puente, y la plaza porticada de esta ciudad bastide en cuyo epicentro se alza la iglesia de Sainte Catherine, coronada por su torreón de reminiscencias bizantinas en el que predomina la rica policromía del simple ladrillo visto. Sin ser un emporio patrimonial o una remarcable cita arquitectónica, se respiraba una paz estética y urbana que daba a lo habitable la condición de lo humano.

También el Tour a vista de pájaro nos constata el inmenso número de aficionados apostados en las cunetas con las autocaravanas, las tiendas y las sillas desplegables. En los últimos tramos de la etapas abundan los enloquecidos tifosi con sus banderas, sus favoritos y sus algarabías, pero a decenas de kilómetros de la meta los arcenes están repletos de aficionados que de manera festiva, universal y generosa saludan y festejan con su aplauso sincero el esfuerzo de los atletas. Sin duda estamos ante una auténtica kermés de gran intensidad popular. La prestigiosa revista francesa de ciclismo Vélo, en su número especial del Tour, dedica su póster central a enumerar en letra minúscula todas las localidades que atraviesa la ronda este año, transformando así la carrera en un manantial de savia orgánica y vertebradora. Alguien que aparca su caravana, monta su mesa y su toldo, prepara el café y se sienta a leer el periódico en espera de un espectáculo que, salvo en las etapas de montaña, dura cinco segundos, tiene necesariamente que ser una persona pacífica y civilizada. Y cada familia que vaga con la casa a cuestas es una familia que no ocupa una de las celdas en la cortina de hormigón que se alza sobre la orilla misma de nuestras costas.

El ¡Vive le Tour! de Louis Malle exclama esa especie de fiesta cívica en la que han convertido los franceses su ronda ciclista. Ahora lo convierto en un ¡Vive la tuile!, ¡Vive la teja!, una llamada desesperada de socorro, ya no para salvar a ninguna especie en peligro, sino para defender a las viejas tejas, con su pátina y sus porosidades, en trance de exterminio por la acción soterrada de la guerrilla de reformas horteras y del minifundismo kitsch. ¡Vive la tuile!

Manuel Menéndez Alzamora es profesor del Centro de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación del CEU-San Pablo.

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