Sobre el deshonor
El honor del guerrero ha operado siempre a favor de la civilización, desde el mismo momento en que la división del trabajo, uno de los principios del progreso, dio origen a esa especialidad profesional. Rafael Sánchez Ferlosio en su libro El ejército nacional (Alianza Editorial. Madrid, 1984) ha rastreado históricamente ese fenómeno y se ha detenido en analizar las características del vínculo establecido entre la plenitud de derechos en nuestras sociedades y la capacitación para el uso de las armas. Precisamente el final del Antiguo Régimen supone la desaparición de los usos feudales anteriores, que asignaban a la nobleza la exclusividad del oficio de las armas. Es la desaparición de las mesnadas estamentales reclutadas, sostenidas y acaudilladas por los señores para ofrecerlas a su Rey. Desaparecen los súbditos y los nuevos ciudadanos se encuadran en los que pasan a ser los nuevos ejércitos nacionales.Del honor del guerrero, de esa religión de gente honrada, de la principal hazaña que es obedecer, es decir, de aceptar el sometimiento no por la fuerza de la constricción sino por el empeño de la palabra, se ocupó entre nosotros Pedro Calderón de la Barca y antes Miguel de Cervantes Saavedra, caballero mutilado en Lepanto, que careció de reserva en asiento alguno. Pero en medio de la ola de privatizaciones que nos invade parece llegarle también el turno a los guerreros. Se ha instalado, como si fuera una concepción adelantada, el aborrecimiento del servicio militar sustituido en favor del reclutamiento de mercenarios. Pero al clamor por la disolución de los ejércitos ha sucedido la comprobación del surgimiento de los señores de la guerra descrito por Michael Ignatieff y de la privatización de la violencia de la que se ha ocupado de modo certero Mary Kaldor. De aquellas guerras en las que los militares de oficio buscaban la victoria ateniéndose al cumplimiento de las normas y usos, que podían hacerles acreedores a la gloria y que tan bien caracterizó Norman F. Dixon en su libro Sobre la psicología de la incompetencia militar, apenas queda rastro.
Pero en relación con los terroristas de estos días, los etarras, que han querido presentarnos en distintas ocasiones como la reencarnación de los luchadores románticos, se impone la relectura de Karl Kraus (véase Escritos en la colección "La balsa de la Medusa" de Editorial Visor. Madrid, 1990). Porque se comprueba que "la estupidez es un acontecimiento elemental con el que no hay terrremoto que pueda medirse". Es el momento de preguntarnos con nuestro autor si no estamos ante la venganza de aquellos cuyo placer crece en proporción a lo indefenso de su víctima, adictos a una visión del mundo en la que la necesidad de un enemigo externo fuera sólo un acuerdo para satisfacer por fin, de manera inapelable, una más profunda necesidad de odiar al prójimo.
Porque ni en los disparos por la espalda sobre gentes inermes ni en el azar de un coche bomba y de acciones semejantes "dirigidas contra una mera cantidad o enemigo invisible toman parte alguna el honor o la lucha honrosa, ni en activarlos ni en aguardarlos; que a la falta de valentía en el bando que los activa le corresponde una plenitud de martirio en el bando que los aguarda". Aunque siguiendo a Juan Marsé en su novela Rabos de lagartija pueda decirse que a veces un héroe del terrorismo no sea otra cosa que una sangrienta coincidencia. Pero cuando la perturbación llega al extremo de acuñar un concepto de patriotismo basado en la esperanza en el éxito del amonal o de la dinamita, no hay manera de ponerse a cubierto de esa bestialidad mas que desactivando la capacidad operativa de semejante banda. Asegura Karl Kraus que "de la desproporción entre la acción y la ideología que se arrastra con ella, de ahí y sólo de ahí proviene esa estremecedora nube de gas en la que nos asfixiamos", pero podría sostenerse lo contrario y comprobarse la estricta proporcionalidad entre la elementalidad destructiva de la dinamita y la levedad patológica del pensamiento de quienes ofician conectando los temporizadores para que la explosión se produzca a su hora. Sin esa simpleza mental que se transparenta también en la debilidad sintáctica patente en los escritos de la banda etarra parece impensable que alguien se enrole en un oficio tan siniestro y deshonroso.
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