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El día de gloria del Kelme

Carlos Arribas

A 2.500 metros de altura, con el corazón a 180 pulsaciones por minuto, la bici manejada en molinillo infernal sobre las más duras pendientes del Izoard, Lance Armstrong no sudaba. Bueno, sí. Apenas unas gotas le caían de la punta del flequillo cuando bailaba de puntillas sobre la bicicleta. Lance Armstrong, sí, asustaba en aquel momento. Imaginen la situación. Zona media alta del Izoard, uno de los puertos, si no más duros, sí más asfixiantes, un col que entra en todos los libros de historia. Bobet, Coppi, Bartali... Todos los grandes han escrito ahí párrafos de leyenda. ¿Qué pesa más, Lance Armstrong, la leyenda o los porcentajes? ¿El recuerdo de los grandes que allí se hicieron más grandes, o los infernales 8%, 9%, hasta 12% que te obligan a convertirte en ave para superarlos? Nada. El aire no pesa. Lance Armstrong es el hombre de las alturas. Su físico, extraordinario, también le permite rendir al máximo en las zonas en las que los demás sienten una fuerza increíble agarrándoles las piernas e impidiéndoles expresarse al máximo. Baila. Danza. Y no suda. Justo hace un par de minutos, en otros pocos cientos de metros comprimidos, acaba de aclarar, una vez más, las cosas. No hay posible disensión. Quien lo intente, está muerto. El norteamericano, en camino de ganar su segundo Tour consecutivo, es también un hombre orgulloso. Puede permitir que Pantani gane la etapa del Mont Ventoux, pero no sin que se sepa claro quién le ha permitido ganar. Y no puede dejar que nadie intente demostrar que está más fuerte.Ayer Pantani, el mayor amante de las leyendas, chaval que se ha alimentado oyendo hablar de Coppi, de Bartali, de todos los grandes italianos, quiso que algún día, alguna historia contara la gran hazaña de Pantani en el Izoard. Su decisión, el ansia del Pirata, de atacar mediado el Izoard dio sentido a toda la etapa. Hizo estallar el bloqueo táctico. Acabó con la etapa del miedo. Propició la exhibición de Armstrong. El Pirata atacó. Pedaleo ágil, manos en la parte baja del manillar, acelerón y mantenimiento de ritmo. A su rueda, de entrada, todos. Virenque y Beltrán. Livingston llevando a Armstrong. Nuevo acelerón sin mirar atrás. La espalda encorvada. Un gato a punto de saltar. Sólo Armstrong le aguanta. Los dos se van. Por detrás, las dudas, los rearmes, la capacidad de respuesta puesta a prueba. Alarmantes las señales enviadas por Ullrich, que sufre y resopla y sólo con la ayuda de Guerini y la fuerza de su orgullo logra enderezar su marcha. Magnífica la actitud de Joseba Beloki. Un debutante en el Tour; un debutante en el Tour en el Izoard; todo eso, y más: en el Izoard y haciendo juego de igual a igual con Virenque y Escartín; juego superior a Ullrich. Por un momento, Beloki, y la afición con él, se permite soñar. Se queda Ullrich. Si Moreau le ayudara, si superara el Izoard, si se lanzara bajando... Ahí está, el segundo puesto en el podio, ahí esperándole. Aparece Hervé y da más fuerza a los sueños. Ullrich sigue quedándose. Más todavía: Hervé arrastra a todos hacia la cima, hasta tocar las nubes, hasta alcanzar a Pantani, a Armstrong también. Y Ullrich se sigue quedando. Fin del sueño. La etapa ha sido dura, muy dura, muy larga. El Tour es duro. Armstrong vuelve a volar. Los demás, los humanos, no aguantan más. Ven a Armstrong entrar en la Casse Déserte, el santuario del Izoard. Un monolito a Bobet y a Bartali. Una piedra puntiaguda saliendo del vacío. Arena y piedras sueltas. Armstrong quiere pasar sólo por allí. Es el deber de los campeones. No puede. Una pesadilla blanquiverde le rodea. Le impide alcanzar la soledad de los grandes.

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Junto a la carrera de Armstrong y de su grupo de escogidos ayer, en los 250 kilómetros entre Draguignan y el corazón de los grandes Alpes, se corrió una etapa de ocho horas, se corrió la etapa del Kelme, el equipo español que vivió su día más grande. Una etapa de libro, tácticas calculadas, la libertad justa para moverse sin ataduras, y corredores en la plenitud de su arte, de su moral y de sus fuerzas. Un etapón a lo grande en los Grandes Alpes. Así que llegó Armstrong a la Casse Déserte y allí se encontró con un riojano llamado Javier Pascual Llorente. Detrás había dejado a Heras y Escartín, los del equipo de Belda que pelean por un buen puesto en la general. Y allí Pascual. Y Armstrong le pregunta si hay alguien más delante. Sí, Botero. Y ya va lejos. No lo cogerás aun siendo y llamándote Lance Armstrong. Ya ha pasado hace tres minutos. Es el más fuerte de todos. Se escapó en el Marie-Blanque, subió el Aubisque más rápido que nadie y se quedó luego esperando a sus jefes, a Escartín, a Heras. También se escapó en el llano con Dekker. Y por poco gana en Revel. Es colombiano, rubio y rodador. Es fuerte. Y el jueves ya le conociste en el Mont Ventoux. Después de ir escapado en el llano fue capaz de aguantar tus ataques y de ayudar a Heras. Pero hoy, ahí lo tienes, no lo cogerás. Pascual Llorente está allí porque ha ayudado a Botero. Se ha escapado con un grupo hace siglos, en el falso llano que lleva al Vars; ha esperado a Botero, que ha subido y bajado Vars solo y le ha alcanzado en el segundo avituallamiento. Y luego ha tirado en el valle. El riojano fuerte ha conducido a todos hasta el pie del Izoard, ha tirado de todos siete kilómetros, la mitad de la subida. Y luego, cuando Botero ha atacado, se ha quedado subiendo a su ritmo.

Armstrong comprende. Se para. Espera a Pantani, a Ullrich. Ya les ha demostrado que es el más fuerte. Aunque lo hubiera intentado, nunca habría alcanzado a Botero. Y en el último repecho, en ese kilómetro y medio que se levanta del asfalto tras el rápido descenso, no hace sino admirar a Pantani, el orgulloso italiano que ataca para ser segundo, y controlar a todos los que aspiran a ser sus segundos.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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