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Tribuna:EUROCOPA 2000Cuartos de final LA OTRA MIRADA
Tribuna
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Pasodoble español

¿Se puede ser más o menos español en función de los resultados de la selección? Sí. Si gana España, hay que ver lo cojonudos que somos. Si pierde, menuda pandilla de inútiles. Esta lógica, basada en un patriotismo que depende de algo tan caprichoso como el acierto de una pelota, nos obliga a subirnos a una montaña rusa que combina, con escandalosa facilidad, abismos y subidones. No obstante, esta retórica de residencia de oficiales y de como-en-España-ni-hablar no se contagia a los jugadores. Por suerte, nuestros representantes no apelan a la racialidad ni se llenan la boca de palabrería rojigualda y de olé-catapún. Unos meses antes, los futbolistas pactan sus primas, escuchan el himno con privada indiferencia y salen a ganarse los contratos de imagen con el sudor de su frente. ¿Por qué juegan los jugadores? Tras la cardiovascular victoria del miércoles, Guardiola contó en Catalunya Ràdio que jugaba para los suyos: familiares, amigos, seres queridos. Una afirmación tan simple rompe esquemas y explica imágenes tan ricas en matices como la de Camacho y Pep abrazándose de verdad. Porque por más culé que sea Guardiola y más merengue que sea el seleccionador, por más que a Camacho se le suponga una españolidad sólo comparable a la catalanidad de Pep, pueden abrazarse y agradecerse no que la española cuando besa bese de verdad sino la confianza mutua y compartir la alegría de una victoria justa. Autoestima, respeto y distancia corta, nada que ver con las gestas de un Cid Campeador que, si tuviera que luchar hoy, lo haría montado en un Babieca patrocinado por Repsol.

En esta Eurocopa, las patrias son más ficción que nunca y sólo perviven como un eco de lo que nunca fueron. Las derrotas y victorias ponen a prueba la capacidad de contener la euforia si se gana y la autoestima si se pierde. Puestos a soñar, ¿por qué no imaginar un país en el que la derrota merezca un solidario silencio y ganar no suponga recurrir a esa españolidad de testosterona al ajillo, altanera y orgullosa trituradora de pérfidas albiones o balcánicas hordas, una seña de identidad que debería permanecer en el baúl de los malos recuerdos? En días de resaca como este, conviene recordar que Marcelino no le marcó ningún gol al comunismo soviético sino a un portero de futbol al que también le gustaba jugar para los suyos. Y que, más allá de la tristeza o de la alegría que transmiten las gestas o fracasos de los que, en un acuerdo tácito de ficción representativa, juegan en nuestro nombre, no vale la pena cargar las tintas. Ni para bien, ni para mal.

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