España atlántica
La integración europea y su paraguas de seguridad, la OTAN, se iniciaron y desarrollaron a la sombra de la guerra fría. Su fin, la caída del Muro y la consiguiente reconstrucción de la Mitteleuropa, al modificar los datos espaciales, modificó el correspondiente sistema. No es lo mismo integrar medio continente bajo la presión soviética y el amparo norteamericano que integrarlo entero y sin la inmediata percepción de la misma amenaza global. Más aún, a juicio de analistas solventes, si la Unión Soviética no se hubiera desintegrado y Rusia eclipsado -a mi juicio, sólo temporalmente- como gran potencia, la Europa central habría basculado hacia un neutralismo capaz de hacer realidad las viejas propuestas de Kennan, y la más que activa presencia norteamericana en Europa oriental y la expansión hacia el Este de la Alianza tienen, como prioritario objetivo estratégico, inhibir esta proclividad. Aun así, la lógica tensión que en toda organización existe entre el centro y la periferia se ha fortalecido en la Unión Europea tras la reunificación alemana. Por una parte, existe esta gran potencia del centro, Alemania, con la que Francia mantiene un eje-tensor, cuyas ambivalencias se remontan al menos hasta Mazarino. Por otra, una Europa proclive a la relación transatlántica cuyo paradigma es Gran Bretaña, hacia la que en ocasiones bascula y puede bascular aún más la propia Francia y en la que la lógica sitúa a España.Sin embargo, la política comunitaria española se ha situado hasta ahora sobre el eje franco-alemán y no faltaban muchas y buenas razones para explicarlo. Desde el euro-entusiasmo español, que contrastaba con las reticencias británicas, hasta la empatía personal entre González y Kohl, pasando por las fuentes germanas de los fondos comunitarios que tan generosamente han llegado a nuestro país. Hoy la realidad es distinta y, en determinados casos, inversa y la iniciativa franco-germana sobre una remodelación de la geometría y las instituciones comunitarias ha dado pie a que salga a la luz lo que, desde hace años, se viene gestando: la reorientación de la política europea de España sobre un eje atlántico.
No se trata, en manera alguna, de una inversión de las alianzas, difícilmente concebible en el actual escenario europeo, pero sí de una diferente interpretación de la integración. Ante las propuestas federales del ministro Fisher -cuyo significado, tal vez menos federal de lo que parece, está por esclarecer- y que tan poca simpatía provocan en Gran Bretaña, el presidente Aznar respondió inistiendo en que la Unión era una liga de Estados y que, como tal, funcionaba bien. A las propuestas de revisión institucional, los Gobiernos y otras instancias británicas y españolas han unido sus reparos. A la Europa de geometría variable se ha objetado, por ambos y con razón, que divide más que une. España da, cada vez más, su apoyo a una ampliación fervientemente deseada por Gran Bretaña y cuyos efectos sobre el futuro de la Unión son evidentes. E, incluso, la reciente insistencia de Blair y Aznar en las responsabilidades de los Gobiernos estatales ante el empleo puede interpretarse no sólo como una rectificación del excesivo liberalismo afirmado en la cumbre de Lisboa, sino como una reivindicación del protagonismo estatal. La subsidiariedad vertical de lo intergubernamental. La creciente insistencia del Gobierno español en la condición "especial" de las relaciones hispanonorteamericanas, donde late cierto mimetismo respecto de las angloamericanas, no hace sino avalar esta reorientación de nuestra política exterior.
No sería correcto tildar semejante política de menos europeísta que su alternativa. Pero hay muchas maneras de concebir la construcción europea y la vía atlántica es una de ellas. Tal vez la más viable en la circunstancia presente y la más conveniente para los intereses españoles.
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