Se acabó la feria
Dura la de San Isidro más que el célebre Mayo francés, que fue del primero al 28 de ese mes, ahora hizo 32 años y no lo han vuelto a repetir. Los organizadores, celestes y terrenales, trajeron calor, lluvia entre el tercero y quinto toro de muchas tardes y bastante animación urbana. Sobreviven los festejos taurinos, aunque sean minoría los asistentes en directo y otros privilegiados con abono en las televisiones de pago.Sin embargo, es en aquel entorno donde se reúne mayor número de forasteros. La amplia explanada, esa especie de plaza de la Concordia light que aquí tenemos, va poblándose imperceptiblemente durante el tiempo anterior a la corrida, que se celebra a las cinco en punto de la tarde, en todos los relojes solares.
Pasea gente del campo, bronceadas la cara y las manos, calada la gorra de visera, un palillo entre los dientes. Quizá pertenecen a la especie de la "gente del toro", ayudantes del mayoral, parientes de algún banderillero, mezclados con esos gitanos que están en todas partes, cetrinos, avizores.
En el cielo, avanzadilla de nubes aborregadas, preludio del chaparrón cotidiano, calor prematuro, para contento de los vendedores de helados, paipáis, tráfico de frutos secos, oferta de previsores chubasqueros, y el pregón del agua, que no es de la Fuentecilla, pero como si lo fuera.
Transitan camino del cercano convento dos o tres de las pocas parejas estables que quedan: unas monjas, de negro o de gris, que parece el alivio de la fe. Y los inevitables y tenaces japoneses, que también están en todas partes. Se ve que no caben en sus islas. Hay dos bocas de metro contiguas, incomprensibles, que devuelven hasta la superficie a los aficionados avezados, los que dejan el espejismo del automóvil e incluso del taxi para acudir con el tiempo medido. Sigue habiendo personas citadas en esa referencia suburbana; llegan, se encuentran y dispersan.
Cada día, con leves altibajos, el coso de Las Ventas se ha llenado. En el enorme espacio se espesa y negrea la multitud, engullida por las puertas de acceso. Sube al nivel de las barreras y, por no más de tres o cuatro escaleras, hacia las gradas superiores. Muchas mujeres, aquí la cuota está casi satisfecha. "A los toros no lleves la minifalda", y apenas se ven otra cosa que pantalones largos trepando por los empinados tendidos. Entre lidia y lidia circula la cerveza, las cocas, los canapés, el whisky, servido en los palcos por camareros y azafatas, contratados a escote. El típico botijo sólo se empina entre los espectadores habituales y los músicos de la banda, jocundamente conducida por su siempre optimista director.
Hubo varios festejos que registraron lleno absoluto, y, sin embargo -misterios de la física-, hasta el último minuto se escucha el discreto pregón de las entradas en la postrera reventa. Junto a cada puerta, algún individuo masculla: "¿Sobran, quedan entradas?". El mensaje va dirigido hacia quien han dado plantón y guarda en el bolsillo un boleto, para él inútil ya. No parece tener éxito, pero, cuando hay demanda, la oferta se supone. Aunque pase y presuma de público exigente y entendido, el de Madrid tiene su corazoncito, que se desboca ante la faena de riesgo, para exigir del presidente, con la pacífica y tremebunda amenaza de los pañuelos blancos, la concesión del trofeo. En general, suele ser remiso, simplemente como coartada y justificación ante los aficionados pertinaces, recalentada la mollera en la zona de sol, que encontrarían defectuosa una verónica del mismísimo arcángel san Gabriel.
Asistí a pocos festejos, puedo declararlo bajo la impunidad de la distancia, y entre ellos, a una espléndida corrida de rejones, desdeñadas por el forofo fetén, pero de indudable belleza plástica, donde colaboran las reses, en la medida en que los caballistas sepan encelarlas. Menudeaban los "¡huuuy!" corales, cuando el cuerno roza el anca del corcel. Hubo orejas y salida por la puerta grande. Una dama, sofocada por la emoción, dijo a mi lado: "A los que deberían sacar en hombros es a los caballos. ¡Qué maravillosos artistas!". Transmito la propuesta. Al fin y al cabo sería la creación de diez o doce puestos de trabajo, eventual, sin duda.
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