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Liberales, comunistas y nazis

Confieso mi admiración por Jean François Revel. Periodista vehemente y polémico, intelectual de perfiles netamente franceses, ha escrito a lo largo del último cuarto de siglo un puñado de libros combativos cuyo mérito difícilmente puede ser discutido, entre otros motivos porque remaba en contra de la corriente. En La tentación totalitaria fustigó la verdadera realidad del comunismo y la proclividad hacia la indulgencia respecto de él de una parte del socialismo de entonces. En El conocimiento inútil se rebeló contra la mediatización ideológica de los medios de comunicación. En La recuperación de la democracia hizo un diagnóstico inteligente de las revoluciones de 1989. Sus memorias -Le voleur dans la maison vide- decepcionaban un tanto, sobre todo en comparación con las de Raymond Aron, compañero en una parte de sus lides periodísticas pero de mucha mayor envergadura intelectual. Robusto, no muy alto, un tanto distante, Revel sigue siendo un ensayista de seguro éxito en cada uno de sus libros. Así lo demuestra La grande parade, publicado hace unas semanas en Francia y cuya traducción al español aparecerá próximamente en Taurus, cuyo contenido central resulta, no obstante, discutible. Merece la pena someterlo a debate porque, en definitiva, lo que está en juego es el estado actual del ideario liberal democrático.La tesis que defiende Revel es que, a los diez años de la caída del comunismo, el liberalismo no es aplicado sino condenado, mientras que el comunismo, que no ha dejado de estar vigente en parte del mundo, resulta exculpado. Así como los años ochenta fueron los de la caída del comunismo, los noventa habrían sido los del olvido de las enseñanzas de ese acontecimiento.

No es posible negar que una parte de los juicios de Revel resultan convincentes. A menudo la exculpación del comunismo se fundamenta en el grado de convicción de los adheridos, como si la buena conciencia o un simple sentimiento individual bastaran, sin tener en cuenta los resultados prácticos de una ideología. El comunismo viene a ser, según Revel, un totalitarismo utópico en el sentido de que promueve la creencia en un futuro idílico, lo que haría tolerable la adhesión a él. En el mundo occidental, libre e informado, la realidad del comunismo se desdobló en dos. A la primera -esa vertiente utópica- la habría caracterizado François Furet en su libro El pasado de una ilusión, aceptado de forma generalizada. Pero cuando Stéphane Courtois, en El libro negro del comunismo, denunció las consecuencias de la praxis del comunismo, la unanimidad se rompió e incluso se levantó una gran indignación contra sus imputaciones de haber causado millones de muertos en todo el globo terráqueo. Revel, no sin fundamento, alinea en la exculpación al comunismo a quienes han sido partidarios de un cierto "tercerismo", es decir, a los que, como Grass y Habermas, ansiaron hasta el final una síntesis entre la Alemania occidental y la del Este.

Avanzando un paso más, Revel pone en paralelo lo sucedido con el comunismo y con los fascismos. En su opinión, existe en la actualidad una amnesia del comunismo y una hipermnesia -exceso de recuerdo- del fascismo, cuando el primero todavía existe y el segundo fue derrotado hace tiempo. Hasta aquí su juicio parece correcto, pero la cosa cambia cuando se adentra por el camino de la interpretación histórica. Sobre este punto utiliza -lo ha hecho de nuevo recientemente en un artículo publicado a mediados del mes de mayo en Le Point- las tesis del historiador alemán Ernst Nolte. Para éste el fascismo y el nazismo habrían surgido como métodos para cerrar el paso al comunismo utilizando los mismos procedimientos que él. De modo inevitable, ese carácter reactivo, aun no resultando exculpador, establece la génesis de la pervesión totalitaria en la revolución rusa de 1917.

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En este punto, el juicio de Revel se convierte en mucho más discutible. Una cosa es que entre comunismo y fascismo existiera siempre una relación dialéctica o incluso que uno de los instrumentos más efectivos de penetración del comunismo haya sido el antifacismo. Siempre hubo, sin duda, entre ambos la coincidencia en el clima de época y la pertenencia a una misma familia de idearios políticos, el totalitarismo. Todavía más: pese a lo que piense Revel, también los fascismos tuvieron un componente de utopía ideológica con final idílico. Pero los resultados a los que llegaron los fascistas en la práctica los hubieran alcanzado sin necesidad de que los comunistas soviéticos les hubieran proporcionado un ejemplo o un estimulante. Una de las evidencias más palpables de quien conozca la evolución ideológica de la extrema derecha desde el fin de siglo es que los campos de concentración estaban germinalmente en su pensamiento desde esa época.

La hipermnesia del fascismo se debe a que produjo una ruptura bélica y un momento refundacional de la democracia. Eso no se ha producido en el caso del comunismo, que ha experimentado una transición a la democracia sin el derramamiento de sangre de la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a la reinvención de la democracia, ha dado lugar a una serie de ensayos, pero desgraciadamente no a ninguna realidad nueva: hubo un modelo de democracia posterior a 1945, pero no después de 1989. La voluntad exculpatoria respecto del comunismo no está, en realidad, tan extendida, entre otros motivos porque muchos de sus entusiastas han devenido ultraliberales. Por otra parte, quiérase o no, el comunismo en la práctica ha ejercido en Occidente una función tribunicia por más que algunos no quieran reconocérsela. Quizá cuando Fukuyama escribió aquel ensayo pretencioso sobre el fin de la Historia desbarró un tanto, pero en cambio acertó cuando lanzó la boutade consistente en afirmar que en adelante el marxismo-leninismo había quedado reducido a una doctrina para ser cultivada en sitios exóticos, como la República Centroafricana o algunas universidades de la Costa Este norteamericana. En esta situación estamos en el año 2000.

La supuesta exculpación del comunismo ni siquiera es la cuestión crucial de la humanidad en el comienzo de un nuevo milenio. Como en el caso de otros ensayistas que se dicen liberales, el libro de Revel da la sensación de que su autor tiene una cierta nostalgia del enemigo perdido. De ahí que, aunque muchas de su críticas a los benevolentes con el comunismo tengan razón, atribuya también a otros -los socialistas- posiciones achacables tan sólo a los comunistas en otro tiempo. Además, en su crítica retrospectiva, da como veraces afirmaciones que distan mucho de serlo, como, por ejemplo, que las democracias podían haber derribado el muro de Berlín en 1961, que a China se le habría concedido un "perdón benevolente" o que Cuba se ha convertido en uno de los países más subvencionados del mundo. Si hubieran hecho lo primero, el resultado habría sido la guerra mundial, solución que hubiera parecido poco recomendable.

En cuanto a lo segundo y lo tercero resulta una descripción incorrecta de la realidad que trasluce esa obsesión por un enemigo que ya no es tan peligroso. Ni China ni Cuba son admiradas por nadie más que por un puñado de lunáticos ni tiene sentido sugerir una intervención directa para erradicar sus sistemas políticos. El liberalismo, de cualquier modo, no puede consistir de ningún modo en la crítica de lo que apenas ya existe. En cambio parece obvio que el gran tema del nuevo milenio consiste en cómo concretar el consenso liberal-democrático de forma viable y responsable en terrenos como la globalización económica, la profundización de la democracia y la estrategia para la transición del comunismo que subsiste. Pero hay ocasiones en que los liberales más que hacer sugerencias en esos terrenos vuelven la vista más al pasado que al futuro. Según Revel, uno de los mecanismos que inducen al antiliberalismo es el temor a la responsabilidad. Eso es bien cierto, pero cabe preguntarse si no es precisamente irresponsabilidad lo que se trasluce en muchas propuestas ultraliberales. En otro momento tenían a su favor estar rodeadas de un aura iconoclasta en un momento en que el ambiente era de un confuso progresismo de izquierdas. Pero ahora, cuando ha desaparecido el adversario, da la sensación que la oferta liberal resulta un tanto inane y bastante poco responsable: o critica a lo que desapareció o se desmelena en propuestas cuyas posibilidades prácticas son muy dudosas. Raymond Aron acuñó la expresión "socialismo inencontrable" para referirse al que no quería ser soviético, pero tampoco socialdemócrata. Yo no sé si a los liberales les sucede hoy algo parecido.

Javier Tusell es historiador.

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