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Otra política, otros partidos

Joan Subirats

Se avecinan muchas jornadas de otros tantos congresos de partidos, y sólo oímos hablar de nombres. Algo de natural hay en ello. Sin duda, una forma de complicarse menos la vida es confiar en alguien y seguirle a una cierta distancia, hasta que nos defrauda y buscamos otro referente. Los medios de comunicación ayudan a ello: personalizan, ponen rostro a las ideas. Pero no sé hasta qué punto cambiando personas lograremos atrapar los cambios sociales que parecen ir a una velocidad superior a la de instituciones y partidos.Necesitamos nuevas formas de hacer política. Las premisas que fundamentaron las democracias contemporáneas no sirven. Se instauraron mecanismos de democracia representativa a partir de la convicción de que existía la imposibilidad física de la democracia directa. Los individuos no contaban, contaban los colectivos en los que se integraban. Los partidos se esforzaron por reclutar en su seno a cuantos más militantes mejor, a cuantos más técnicos mejor; se esforzaron por disponer de cuadros organizativos potentes y profesionalizados. Tenían que ser sociedades en pequeño, tenían que ser capaces de tener respuesta para todo desde su propia y específica organicidad. Las posiciones individuales contaban poco. Las sociedades estaban estructuradas en sólidos y estables agregados sociales y los partidos respondían a esa realidad.

Cada día tenemos constancia de que las cosas ya no son así. No cesan de salir personajes que aspiran a ser. Y los partidos que no sufren ese proceso quizás deberían estar preocupados por ello más que regocijarse en las hipotéticas desdichas de los demás. La vida se nos ha individualizado más que nunca. Y ello es así más allá de diferencias culturales y sociales. Vivimos en momentos en que ciertos conceptos clave que nos han acompañado durante siglos están entrando en declive. Estado, clase, etnia, familia tradicional, han sido a lo largo de decenios elementos de referencia colectivos. Probablemente, cualquier nuevo intento de crear un renovado sentido de cohesión social deberá partir, como afirma Beck, del reconocimiento de que el individualismo, la diversidad y el escepticismo forman parte de nuestro actual patrimonio cultural. Constantemente nos enfrentamos a situaciones sociales ante las que ya no reaccionamos de manera unitaria. No somos sólo burgueses o trabajadores, catalanes o españoles, blancos o de color, padres, madres, hijos o hijas. Somos peatones, hermanos, productores, madres, pacientes, estudiantes, conductores, hijos, votantes, europeos y seres humanos. Saltamos constantemente de una identidad a otra. Tratando a veces de ser coherentes con un hipotético sentido estratégico. Mientras en otras sólo a posteriori pensamos que quizás nuestra reacción como padres o madres no sería la lógica si hubiéramos actuado como hijos, o que como contribuyentes deberíamos quizás cambiar nuestra opción de votantes.

Las sociedades contemporáneas no nos integran como personas completas. A los mercados no les interesamos como seres homogéneos. Nos quieren en nuestras distintas segmentaciones de ricos, jóvenes, mujeres, amantes de la música clásica o fanáticos del fútbol. Nuestra implicación es casi siempre parcial y temporal. Se nos va haciendo cada vez más responsables de nuestra propia realidad. Nos dicen que somos lo que somos y tenemos los lazos sociales que tenemos porque así lo hemos escogido. El éxito es individual, pero también lo es el fracaso. Las adicciones, enfermedades o desempleos que nos aflijan serán cada vez más fruto de nuestra única responsabilidad. Los problemas sociales se diluyen en patologías psicológicas. Sentimientos de culpa, ansiedades o neurosis son la forma moderna de expresar problemas que antes tenían una dimensión social. La política de la "no política" se asienta en esas bases. No pretende ofrecer pureza y cohesión ideológica. Proporciona marcos en los que los individuos encuentren oportunidades. Ofrece simplicidad y respuestas. Se dirige a cada ciudadano. No a los colectivos hipotéticos en los que antes se encuadraba. Y lo hace de forma subsidiaria a la deriva mercantil. Sólo busca votos, no convicciones. Busca vender a cada quien, sin ánimo de construir un nosotros que vaya más allá de la bandera y la constitución. Ya es habitual oír a dirigentes de partidos de todo signo referirse, sin sonrojo, que la política que su formación ha de hacer es la que la gente pide, dejándose de corsés ideológicos.

No creo que ése sea el camino adecuado si se quiere una sociedad que sea algo más que un conjunto institucionalmente ordenado de compradores y vendedores, de triunfadores y perdedores cada vez más alejados. En política, lo significativo es poder construir marcos en los que el conflicto pueda ser canalizado. Pero sin confundir ese marco con algo intocable y sacrosanto. La democracia ha sido capaz de resistir y de mantener su legitimidad por encima de políticos y prácticas institucionales concretas, porque ha demostrado su capacidad de contener altos grados de disenso, de conflicto. Y ello es positivo, ya que sin conflicto no hay innovación. Pero ahora nos enfrentamos a tensiones desconocidas. ¿Cómo integrar políticamente identidades transnacionales? ¿Cómo conseguir garantizar las demandas de un mayor respeto a la privacidad familiar con las exigencias de libertad y autorrealización de hombres, mujeres y niños? ¿Cómo progresar sin generar más y más desequilibrios sociales y ambientales? Y, en lo que aquí nos interesa, ¿cómo integrar la necesidad de partidos, sindicatos y otras organizaciones de masas de integrar y homogeneizar a sus adeptos y la creciente demanda de participación y autoorganización? La gente se está adaptando mejor a los cambios que las instituciones y los partidos. Porque lo cierto es que la gente busca nuevos "nosotros" en los que reconocerse. Y algo de eso lo está encontrando en organizaciones menos rígidas, más abiertas. Organizaciones que aceptan pertenencias múltiples sin problemas. Organizaciones de lazos débiles que se acomodan a las identidades parciales porque han nacido y crecido con ellas.

La nueva política debería buscar capacidad de ofrecer marcos de cohesión y progreso en los que sea posible reconstruir un sentido de proyecto en común, sin pedir el sacrificio del ego. No existe individuo sin sociedad. Pero para ello se debe afrontar el hecho de que, mientras la decisión en democracia es individual (una persona, un voto), la representación de intereses se ha construido en base a colectivos, y cada vez más, en esa tensión, los espacios para cada ciudadano en concreto deberían tender a ampliarse, ofreciendo sistemas de democracia directa. Los partidos deberán afrontar ese problema. Su problema ya no son las instituciones. Precisamente cojean de un exceso de institucionalismo. Deben buscar menos lealtades incondicionales. Reforzando su proyecto, pero permeabilizando sus fronteras. Permitiendo infidelidades (dobles y triples militancias) y buscando estrategias en las que puedan apuntarse propios y extraños. Construyendo espacios públicos de decisión que atraviesen partidos y otros colectivos sociales, donde se combinen personas y entidades. Las cosas no se arreglan sólo cambiando caras.

Joan Subirats es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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