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100 columnas

J. M. CABALLERO BONALD

Con éste de hoy ya suman 100 los artículos que he publicado en esta columna de los martes. Pienso que es una cantidad incluso excesiva para una persona que, como yo, no se dedica mayormente a escribir en los periódicos. Durante dos años he cumplido con obediencia canónica, semana tras semana, unas veces de buen grado y otras a regañadientes, el acuerdo que expresamente pactamos Román Orozco y un servidor. Pero me ha llegado la hora del relevo. No es que se haya producido la menor desavenencia entre este periódico y este colaborador, es que los hados que protegen a todo aquel que oficia en la literatura me han aconsejado que ceda el turno a otro columnista, o más joven o más entusiasta o más eficiente. Hubiese sido una temeridad desoír tan juiciosa recomendación.

Además, el otro día tuve un sueño muy premonitorio. Andaba yo medio perdido por una especie de marisma -que, para mayor extrañeza, no remitía a Doñana- cuando me crucé con un anciano provisto de una cabellera y una barba de copiosa blancura. Era como Dios padre, sólo que en más modesto. No se veía un alma en todo aquel baldío y lo primero que pensé es que esa aparición venerable no encajaba de ninguna manera en un mundo tan deshabitado. El anciano me miró, pasó de largo y al punto se volvió para decirme: "Los que se extravían son los que vuelven siempre al mismo sitio". ¿Qué me había querido dar a entender? No tengo ni idea, aunque tampoco dejé de sacar mis propias conclusiones. Cuando me desperté, claro.

A mí, personalmente, la reiteración onomástica en un medio de comunicación, en cualquiera, no deja de producirme a la larga cierto agobio. O al menos cierta propensión al cansancio. Es muy posible que el simple hecho de reencontrarse el mismo día y en la misma página con la misma firma no suponga en principio más que una discreta invitación a la lectura, sobre todo si esa firma es la de un colega en quien confías o cuya prosa te agrada. Pero también en eso interviene la ley de la frontera. Una vez que ésta se traspasa, pueden menudear los riesgos. Lo difícil es saber dónde empieza y dónde termina esa frontera.

Por supuesto que la cultura periodística se enriquece de hecho con la incorporación de un escritor a su nómina de colaboradores. No hace falta recurrir a ejemplos ilustres. Sin duda que el narrador, el poeta doblado de articulista otorga al periódico una norma literaria que nunca le viene mal. Es como un método para favorecer el equilibrio entre la información y la reflexión, entre el rigor de la crónica y la amena literatura. Todo esto es indiscutible. Mientras más escritores aporten su trabajo a los periódicos, tanto mejor parados saldrán los periódicos. Lo malo es que hay colaboradores que se duermen en los laureles y terminan pensando que esa es una ocupación vitalicia, algo tan perjudicial para el periodismo como para la literatura. Al fin y al cabo un artículo no pasa de ser un adorno, pero si ese adorno se repite profusamente acaba desvirtuándose. A lo mejor no se trata más que de una manía, así que tendré que esperar a ver qué pasa. Ya diré algo.

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