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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La última guerra

Dos de los Estados más pobres de la Tierra, Etiopía y Eritrea, se han vuelto a enzarzar en una guerra de exterminio, continuación de un conflicto que quedó en suspenso en 1998. Exceptuada la sempiterna tensión entre India y Pakistán, ésta es la última confrontación armada entre dos Estados que se está librando hoy en el mundo. Esta vez, el más grande de los dos países, Etiopía, es quien lleva la iniciativa tras dos semanas de invasión y tiene objetivos aparentemente claros: lograr una salida al mar Rojo, que bien podría ser el puerto estratégico de Assab, y quebrar en lo que pueda las fuerzas eritreas para que dejen de constituir una amenaza para Addis Abeba. Una guerra sin cuartel, pese a las conversaciones de paz indirectas que teóricamente deben comenzar hoy en Argel bajo los auspicios de la Organización para la Unidad Africana.Es una confrontación típica del fin del mundo, en la que decenas de miles de personas están muriendo con poco eco informativo en el abrasado Cuerno de África y cientos de miles más huyen como refugiados, desprovistos de todo medio de subsistencia. Una nueva tragedia colectiva que viene a sumarse a los efectos de la sequía y consiguiente hambruna que amenaza a 13 millones de seres, cuyos dirigentes políticos se gastan en armamento -analistas militares calculan en cerca de 200 millones de pesetas diarios el coste de su lucha- lo que obviamente no dedican a nutrir a sus sometidos súbditos.

La independencia en 1993 de la provincia de Eritrea, tras décadas de lucha, dejó a Etiopía sin salida al mar y con unas fronteras comunes no definidas. Unos cuantos kilómetros cuadrados improductivos. La guerra que empezó en 1998 para determinarlas a la fuerza se suspendió ante las presiones internacionales y porque, exhaustos, ambos países necesitaban una tregua. La han aprovechado para rearmarse, y en dos años sus gastos en defensa se han multiplicado por cuatro, hasta alcanzar espectaculares cifras en dólares. Pese a que Etiopía cuenta con casi 60 millones de habitantes, y Eritrea, con tan sólo cuatro, este país tiene un ejército de unos 250.000 hombres, sólo 100.000 menos que el etíope. Eritrea ha subestimado la superioridad militar de su vecino, y la ofensiva etíope, que parecía confinada a asegurarse una franja estratégica en la costa del mar Rojo, progresa ahora por rutas clave que llevan a Asmara. La capital eritrea, cuya base aérea fue bombardeada ayer por la aviación, podría resultar indefendible de proseguir el avance.

Ni el Consejo de Seguridad de la ONU ni la mediación del argelino Buteflika han dado hasta ahora resultado alguno. El embargo de armas decretado por la ONU contra Etiopía y Eritrea -a cuyos dirigentes, antiguos guerrilleros de una causa común, Clinton calificó hace dos años de reformistas modélicos- ha llegado demasiado tarde. Cuando ambas partes estaban ya equipadas por Rusia y Ucrania, que han hecho su agosto en esta África en que las armas baratas, pero no menos mortíferas, circulan con la misma facilidad que la miseria.

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