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El último ideólogo ANTONI PUIGVERD

Los grandes fundadores son generalmente víctimas de su propio éxito. Churchill es el ejemplo más citado: en la durísima guerra contra Hitler, sintetizó con su brillante oratoria ("sangre, fatiga, lágrimas, sudor") y su protagonismo internacional el espíritu singular de los británicos, pero fue desbancado en las elecciones de 1945, las primeras que se celebraron después de la victoria aliada. Churchill inventó el signo V de victoria durante la guerra, gesto que le dio gran popularidad; pero tuvo que cerrar los dedos cuando pretendió transformar este signo colectivo en un triunfo personal. Medio siglo después, culminando un largo mandato, Helmut Kohl, otro coloso de la política europea, cargó en sus rollizas espaldas la responsabilidad de la unificación alemana. Fue un héroe, pero, regodeándose en el éxito, acabó regalando el poder al más frívolo de sus rivales. El escándalo desvelado poco después de su derrota le ha convertido en un apestado: hasta su heredera Merkel reniega de él. Como empiezan a renegar de Felipe González ("yo no estuve en Suresnes") algunos de sus devotos. Dicen que Pujol piensa mucho en el final de Kohl.. Cuando llegue a término, ¿será también Pujol un jubilado sospechoso y con la épica oxidada?Churchill encarnó la victoriosa dignidad británica frente el nazismo. Kohl refundó Alemania. Con sus grandes luces y sombras, Felipe coloreó la pujante España contemporánea. Con sus fantasías, su tenacidad y su sensacional olfato realista, Pujol ha reinventado Cataluña. ¿Y Núñez, qué es lo que ha fundado, qué es lo que ha reinventado? También él se marcha por la puerta trasera. Entristecido, silbado por el público, burlado por los humoristas, crucificado en los periódicos, dolido con los equilibristas y castigado por el numeroso coro de lavacaras, pelotilleros y cobistas (el príncipe, explica Maquiavelo, "se precipita al abismo por culpa de los aduladores"). Como los grandes políticos citados, Núñez aparece víctima de su propio liderazgo. ¿Qué es lo que fundó, cuál es el éxito que ahora se cobra la cruel factura? Respuesta: el Barça triomfant.

El Barça de mi infancia y juventud (el de Narcís de Carreras y Montal) podía ser representado por los dibujos de Muntañola: un abuelete barbudo y gordito. A veces ganaba, otras muchas perdía. Recurría a la fatalidad arbitral, siempre metafórica, siempre consoladora. Era un club sentimental y masoquista, pero crédulo, fiel y apasionado como lo es el abuelo con sus nietos y el primer enamorado con su novia, que pueden aguantar chascos y desplantes con un candoroso embobamiento. Sufriente pero animoso, era un club como de tango y de grandes taquicardias colectivas en el que se admiraba a los jugadores de estética planchada, elocuente y racional. Cruyff dio la medida exacta de aquel modelo: era un genio, aunque también, incluso sin saberlo, hijo de las luces (de Diderot, concretamente). Rexach era su complemento local, como las patatas que acompañan el bisté. Ambos eran vagos (vagos sensacionales), aunque sólo Rexach recogía los silbidos. El factor social integrador y catalanista del Barça, el "més que un club", lo doy por supuesto. Tanto hemos hablado de él, que a lo mejor lo hemos soñado. El humor blanco de Muntañola ya no sería hoy posible. Si un humorista quisiera representar el Barça de Núñez mediante la tradicional figura del abuelo, debería recurrir a un obeso, uno de esos tipos constituidos en fabulosa conjunción de carne que los periódicos de vez en cuando fotografían tumbados en imponentes camas, incapaces de moverse, atrapados en su habitación. Atrapado en su propio éxito, el Barça que Núñez ha reinventado es incomensurable: un glotón fabuloso, atrofiado y quimérico. Devora, tritura, deglute y evacua insaciablemente estrellas mundiales y legiones de canteranos; triunfos que generan impresionantes manifestaciones y derrotas que provocan catarsis colectivas. El Barça ingresa y gasta cantidades impensables. En su entorno gravitan televisiones, periódicos, revistas, tiendas, traficantes, publicistas, millones de fanáticos, traductores, humoristas y políticos. Cataluña entera parece girar en torno a él, deglutida por él. Centenares de páginas traducen sin parar, con minuciosa erudición, las batallas del césped, el rumor de los más recónditos cartílagos de los futbolistas, la imposible sintaxis de las infinitas entrevistas: "El fútbol es así". ¿Un club bulímico que todo lo devora, cómo no iba a considerar materia masticable también al mandamás, también a aquel que más ha contribuido a engordarle? Núñez es un personaje que parece haber nacido para alimentar las chanzas de los humoristas, de los lingüistas, de los políticos, de los puristas de la pelota perdida. A ellos se entregó en cuerpo y alma desde el primer día de su mandato. Abrazándose a la cruz de la opinión pública, se convirtió en nuestro pequeño dios: creador del Barça pantagruélico y, a la vez, su víctima principal.

El fútbol siempre había sido un deporte masivo, exagerado y grandilocuente. Pero gracias a la televisión, todos los grandes equipos (no sólo el Barça) han construido, en sus ligas nacionales e internacionales, el mayor paraíso europeo del ocio: un fenomenal parque temático en un mundo en el que los parques temáticos consiguen el consenso que las ideologías han perdido y canalizan, mucho mejor que las viejas iglesias, las vivencias sentimentales de nuestro tiempo. El triunfo de Núñez fue entender antes que nadie esta evolución. El Barça que deja no es ya "més que un club". La famosa frase ha cambiado el sujeto: "Cataluña es ahora menos que el Barça". El patriotismo catalán se ha popularizado estos años exhibiendo tópicos de campeón: somos (o éramos: como Van Gaal, estamos de capa caída) campeones en modernidad y laboriosidad. Y trapicheamos con nuestros males (balanza fiscal) en los despachos de Madrid. Es difícil saber dónde empieza el patriotismo tradicional y dónde el patriotismo de corte barcelonista, fundado sobre la elemental dicotomía de blancos y azulgrana, catalanes y españoles. Ésta ha sido la gran obra ideológica de Núñez. Invertir la comparación: Cataluña es como el Barça, ya no al revés. Lo percibimos (felizmente, este año no) cuando el presidente de la Generalitat bota y gesticula en su balcón cumpliendo órdenes de un defensa central.

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