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En el túnel del tiempo.

No hace falta ser un admirador de Ken Livingstone para sentir cierto regocijo ante su elección como primer alcalde de Londres. En parte, porque supone algo así como una revancha histórica de la muerte del Greater London Council, que él presidía, a manos de lady Thatcher. Pero, sobre todo, por la consternación que su victoria ha sembrado entre las gentes de orden: es fácil percibir, en medio de los lamentos por la escasa participación -que explicaría la victoria del rojo Ken-, y por la humillación que estos resultados suponen para el pobre Tony Blair, un cierto temor a que estemos entrando en el túnel del tiempo, y a que tras Ken Livingstone regrese a escena toda la vieja izquierda de los años setenta.Los creyentes en la ortodoxia del mercado, y en especial los admiradores de Thatcher, encontraron una forma elegante de resignación ante el ascenso de Blair diciendo que, al fin y al cabo, su política estaba más próxima a las reformas de Thatcher que al laborismo histórico. No era realmente cierto, ya que en la tradición laborista hay bastantes precedentes de la línea de Blair, pero resultaba muy tranquilizador. Por decirlo así, Thatcher lo había dejado todo atado y bien atado, y aunque el laborismo volviera a gobernar, estaba obligado a hacerlo en la dirección marcada por aquella excepcional mujer. Pero ahora eso parece en duda con la triunfal reaparición de Ken Livingstone, en tono moderado, pero, aun así, un símbolo del laborismo radical.

El problema inicial de Blair es que sobrevaloró su liderazgo o subestimó el malestar de los londinenses. Tras su victoria, Livingstone le ha ofrecido diálogo y colaboración con su Gobierno, y, a la vista de los resultados, parece evidente que habría sido mejor para Blair buscar el entendimiento antes de las elecciones en vez de tratar de imponer a su propio candidato. Pero la cuestión de fondo va más allá. La oposición a la privatización del metro, que puede haber sido uno de los factores de la victoria de Livingstone, se enmarca en un contexto más amplio: la carencia de recursos del NHS frente a la epidemia de gripe, el escándalo de los presupuestos justificados con enfermos ficticios, el malestar de los educadores, la falta de seguridad en los trenes privatizados. No sería recomendable dar marcha atrás en muchas de las reformas de años pasados, pero parece evidente que son necesarias nuevas reformas, y que algunas de éstas cuestan dinero. Seguir fomentando la imagen milagrosa de mejores servicios con menos gasto no es necesariamente realista, y desde el punto de vista político puede conducir a un callejón sin salida. O a la rebelión de un sector significativo del electorado en Londres.

A su vez, esta anécdota se suma a otras muestras de incomodidad ante la ortodoxia reinante en el pensamiento y en las instituciones políticas y económicas, a un malestar cuyo último capítulo han sido las manifestaciones anarquistas en varias ciudades europeas durante este Primero de Mayo. Tras las protestas de noviembre y diciembre en Seattle contra la Organización Mundial de Comercio era enteramente esperable que en abril las reuniones del Banco Mundial y del Fondo Monetario en Washington fueran objeto de similares demostraciones, y así sucedió. Con la agravante de que, tras el impacto mediático del espectáculo de Seattle, era inevitable que se apuntaran a la protesta, tratando de capitalizarla, gentes cada vez más variopintas, en la línea de Fidel Castro o Pat Buchanan.

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Menos previsible era que Joseph Stiglitz, vicepresidente y principal economista del Banco Mundial desde 1997 hasta hace sólo unas semanas, aprovechara para ofrecer en The New Republic, el 17 de abril, un testimonio desde dentro ('The insider', se titulaba el artículo) sobre el funcionamiento de ambas instituciones, y un testimonio, además, bastante demoledor. Stiglitz sostiene que a los manifestantes de Washington no les falta completamente la razón al presentar al FMI como un peligro público, y somete a una crítica devastadora su actuación frente a la crisis asiática y las reformas en Rusia. La crítica no es nueva, pero la imagen que ofrece del FMI y de su dinámica interna resulta de especial dureza.

Con un personal reclutado entre los estudiantes de tercera fila de las universidades de primera, desdeñoso de las realidades nacionales y de la cualificación de los técnicos gubernamentales en los países víctimas, y carente de fundamentación microeconómica en sus proyecciones, el FMI es descrito como una catástrofe de irresponsabilidad colectiva y de sumisión al Departamento del Tesoro, cuyo actual titular, Lawrence Summers, se cuidaría de que las opiniones contrarias a sus directrices no llegaran al presidente de Estados Unidos, para que pudieran imponerse sin problemas los intereses y prejuicios norteamericanos por encima de cualquier otra consideración, política, humanitaria o de simple sentido común económico.

Por supuesto, el economista es un lobo para el economista, y además, Stiglitz es un trasnochado keynesiano. ¿Quién sino un keynesiano puede negar que lo que necesita un país con superávit fiscal, para devolver la credibilidad a su moneda, es reducir el gasto público? ¿O preocuparse de que esa reducción, sumada a tasas de interés altas, provoque una imparable cadena de bancarrotas y desempleo que desemboque en una depresión? No hay por qué hacer caso a Stiglitz, ni a Krugman, y menos a Wade, que ni siquiera es economista.

Sin embargo, hay gente que se deja llevar por estas opiniones carentes de rigor. Y va aumentando el número de personas que ponen en cuestión las instituciones más sagradas y son capaces no sólo de ensuciar las estatuas de los prohombres en Londres -ese antipático vandalismo juvenil-, sino de oponerse a la privatización del metro o votar para alcalde a un laborista nada moderno. Pero a quien le disguste la idea de que estemos entrando en el túnel del tiempo le queda el consuelo de leer la última novela de Michael Crichton: quizá simplemente nos vamos a dar un buen baño en la espuma cuántica.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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