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El momento conservador.

El pensamiento sociológico ha generado, durante los últimos meses, dos títulos sobre los que me gustaría llamarles la atención: uno se ha traducido con rapidez al castellano en la editorial Taurus (La gran ruptura, de Francis Fukuyama), y el otro sigue, de momento, en inglés (One nation, two cultures, por Gertrude Himmelfarb, en Alfred A. Knopf). Ninguno de ellos es memorable. Pero, aparte de ser interesantes (no hace falta ser memorable para ser interesante), ofrecen el valor añadido de ocuparse de lo mismo, y en los mismos términos, además: en ambos se habla de la disolución de la familia, el crecimiento en el porcentaje de nacimientos ilegítimos en las sociedades industrializadas, o la explosión de la delincuencia en los EEUU. Antes de dirigir la vista hacia otro lado, con el gesto aburrido de quien quiere evitarse una monserga, conviene que reparemos en los datos, porque son notables. Pongamos la vista, por ejemplo, en la proporción de niños que vienen al mundo en un hogar del que está ausente el padre: la cifra es del 30% en los Estados Unidos. Aquí, cierto, interviene, como un factor estadísticamente distorsionante, el comportamiento irregular de los padres de color: en 1993, casi un 70% de los niños negros nacía de madres solteras. Pero el caso es que la situación no es mejor, o es incluso peor, en otras sociedades desarrolladas: la ilegitimidad se aproxima también al 70% en Suecia -donde está desapareciendo la institución del matrimonio-, y no anda lejos del 50% en Holanda. Todas las curvas que asociamos a la estabilidad familiar o al orden colectivo tienden a dispararse, en sentido negativo, a partir de los sesenta. Pasmosa, igualmente, es la caída de la fertilidad. Por no agobiarles con más datos, me limitaré a reproducirles las cuentas que, con relación a Italia, ha echado el sociólogo Nicholas Eberstadt. Si la tasa de natalidad no varía en este país, a mitad del siglo que acaba de iniciarse habrá 20 viejos por cada niño en la zona comprendida entre los Alpes y Sicilia. España está siguiendo las pautas italianas y camina, igual que ella, hacia un futuro próximo en que los mamoncetes tendrán bisabuelos y tatarabuelos, aunque no hermanos, tíos o primos.Cae de por sí que una sociedad de este tipo sería muy distinta de la actual. En algunos aspectos se corregirían automáticamente algunas de las disfunciones que padecemos actualmente. Verbigracia, la de la delincuencia en ascenso: es más fácil imaginar una violación perpetrada por adolescentes, que por varones octogenarios o nonagenarios. Con todo, un orden propiciado por la mera falta de energía no es, me temo, la clase de orden que más nos gustaría tener.

Ante estos fenómenos, estadísticamente correlacionados, cabe reaccionar de dos maneras: o interpretando la correlación como un puro accidente o artificio contable, o explicarla buscando una causa común. Si lo segundo, habrá que indagar la causa y pronunciarse sobre su posible remedio. Fukuyama y Himmelfarb -y una legión de autores más- han hecho esto último, y han llegado a la conclusión de que nuestras sociedades están acusando los efectos de un síndrome archimoderno: el del individualismo, que ata a las personas a sí mismas y, simultáneamente, las desata de su compromiso con los demás. El diagnóstico, es fuerza adelantarlo, no descuella por excesivamente original. Fue formulado, hace más de un siglo, por Durkheim, el cual inventó, para denominar esta tendencia de las sociedades a atomizarse y descomponerse, un neologismo incorporado ya al lenguaje común: el de "anomia". El sujeto anómico se concibe a sí mismo como exento o desvinculado de los sujetos que lo rodean, y planifica su vida proyectándola sobre un horizonte solitario del que el prójimo está ausente. Según Durkheim, el sujeto anómico es proclive a patologías tales como el suicidio. Según Himmelfarb o Fukuyama, desatiende sus responsabilidades familiares, se suicida prospectivamente -esto es, no se reproduce- y encuentra dificultades crecientes para participar en acciones colectivas, así en el terreno de la política como en el de la asociación en sentido laxo. La percepción de fondo, sin embargo, es la misma, aunque adornada ahora con estadísticas más sofisticadas y respaldada, a lo que parece, por datos mucho más aplastantes. Destaca, en el nuevo cuadro, la posición de la mujer, cuyas circunstancias han variado dramáticamente desde la época de Durkheim. Mencionaré sólo dos: su incorporación masiva al mercado de trabajo, y el control de su sexualidad, posible gracias a los anticonceptivos. Es aquí, por cierto, donde Fukuyama apoya más el pulgar. Remitiéndose al caso japonés, que difiere de los demás por la baja delincuencia, la baja tasa de divorcios y otros índices, Fukuyama sugiere que la clave del enigma está en la píldora. La prohibición de la píldora, vigente hasta hace poco en Japón, ha ayuntado a la mujer a sus obligaciones familiares, disuadiéndola de la tentación nietzschiana -y típicamente occidental- de buscarse a sí misma. Este severo correctivo le ha cortado las alas, y por contigüidad, ha mantenido terne y enquiciada a toda la sociedad japonesa.

La hipótesis de Fukuyama no resiste, por cierto, un examen mínimamente riguroso. De un lado, nos encontramos con una anomalía del tamaño de un elefante: Japón ha precedido a otros países en la manía de no reproducirse. Segundo, el aborto y los preservativos han sido siempre legales en el Japón contemporáneo. De resultas, la proscripción de la píldora no ha podido ser tan determinante como Fukuyama pretende. Himmelfarb flojea igualmente en la parte final del análisis, y no acierta tampoco a proponer soluciones de naturaleza constructiva. Ahora bien, no me he puesto a escribir este artículo porque opine que Fukuyama o Himmelfarb han descubierto un abracadabra que se nos escapa a los demás mortales, sino por un motivo distinto y más oblicuo, aunque importante a su modo. Es éste: lo mismo Fukuyama que Himmelfarb son conservadores -nadie les negará, creo, esta etiqueta-. Pero el caso es que su pensamiento no cabe, ni en la izquierda ni en la derecha, ni tampoco en el socialismo o en el liberalismo. Por tanto, si aceptamos que sus inquietudes se relacionan con algunas de las novedades más importantes que están ocurriendo en el mundo, habremos de aceptar también, indefectiblemente, que muchas de las novedades más importantes que están ocurriendo en el mundo no caben en las categorías que manejamos los periodistas o que rutinariamente invocan los captadores profesionales del voto, o sea, los políticos. Estas categorías serían ineficaces para percibir una parte sustancial de la realidad, y el momento o la actitud conservadores exigirían ser tenidos en cuenta como un punto de vista, o un enfoque de las cosas, con jurisdicción propia.

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Pero sigamos con lo nuestro. ¿Por qué no necesita el conservador sentirse vinculado al credo liberal? Huelgan, aquí, las explicaciones: lo que preocupa al conservador es el efecto agregado de una actitud vital que valora, por encima de cualquier otra cosa, la autonomía individual. En consecuencia, la relación del conservador con el liberalismo será, por definición, polémica. Existe, sí, eso que circula por ahí con el nombre de "liberalconservadurismo". Pero se trata de una interesante derivada de segundo orden sobre la que no puedo entretenerme ahora. Más intrigante es comprender qué enfrenta al conservador con el socialista. En teoría, ambos aspiran a una sociedad trabada, y en teoría también, deberían coincidir, al menos, en los fines. Existen, sin embargo, dos manzanas de la discordia. La primera, se refiere a los medios: el socialista es propenso a reposar en la acción del Estado, y el Estado, a su vez, es propenso a intervenir rompiendo el entramado familiar, o deshaciendo la fina red de sociabilidad no organizada que mantiene unidas a las colectividades en su sazón prepolítica. En el límite, quiero decir, allí donde el Estado se hace totalitario, la familia y la sociedad quedan destruidas. La tesis está resumida, clásicamente, en la obra de Hanna Arendt.

La discrepancia del conservador con el socialista no se detiene, sin embargo, aquí: también interesa a los propios fines. Las socialdemocracias, al revés que los totalitarismos, cultivan un ideal ético de índole emancipatoria. No redistribuyen únicamente con el propósito de acortar las diferencias entre los ciudadanos, sino también con el de proveer a éstos de instrumentos que les permitan ser lo que prefieran ser. En España, por ejemplo, se ha instado la conveniencia de que la Seguridad Social financie el cambio de sexo invocando, precisamente, este ideal emancipatorio. Pero el núcleo duro de la tesis conservadora es que es perverso sustraerse al sistema de vínculos que nos sujetan indeliberadamente a nuestros congéneres. En particular, que es perverso sustraerse a los vínculos de carácter natural: los que ligan la madre al hijo, o a éste con el padre, o al padre con la madre. Substituir los lazos que tienen su fundamento en la biología por una asociación puramente discrecional, o como se decía antes, creada ex instituto, por un ucase de la voluntad, es el colmo de la sinrazón desde una perspectiva conservadora. Con lo que arribamos a la conclusión siguiente, que enuncio sin ánimo alguno de incurrir en la paradoja: el conservador está en conflicto con el liberalismo y el socialismo democráticos, porque ambos se le antojan, en el fondo, parejos. Parejos en lo que mira a lo verdaderamente importante, que es la moral.

Cada cual decidirá si se traga esta píldora, o no se la traga. Lo que no se podrá decir es que es una tontería de píldora. Sea como fuere, el conservador se enfrenta a una cuestión que es ineludible: ¿por qué se ha extraviado la moral, si es que, en efecto, lo ha hecho? La respuesta de que el extravío se debe a que hemos terminado por cultivar ideas equivocadas acerca de nosotros mismos, es poco satisfactoria. Puesto que la moral, conforme a la doctrina conservadora, no es una invención, o una construcción deliberada, sino un legado de la evolución natural y de la historia. Atribuir su destrucción a las fantasías de algunas cabecitas locas parece, en consecuencia, exagerado. De modo no más que tentativo, propongo una solución, muy del gusto de los darwinistas. Robert Wright, en el apéndice a su libro The moral animal -Pantheon Books, 1994-, se plantea la pregunta de cómo es posible que el hombre, que está programado para perpetuarse en su descendencia, determine, en ciertas coyunturas -ésta, sin ir más lejos-, no procrear. Y la respuesta que da es la siguiente: estamos programados para hacer cosas cuya consecuencia habitual es la procreación -o sea, para copular-. Pero no estamos programados para asegurar la procreación cuando es dable copular y, aun así, no tener hijos. La fiesta evolutiva se habría visto aguada por el margen de maniobra a que nos da acceso la libertad humana, concretada en este caso en la tecnología anticonceptiva.

En otras palabras: somos lo bastante libres para decidir, aunque no para hacerlo inteligentemente. Esta reflexión es también castizamente conservadora. Vuelvo a lo de antes: podemos, o no, tragarnos la píldora. Pero no es una tontería de píldora.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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