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Tengan cuidado ahí fuera

Todo comenzó el 16 de noviembre de 1959. Ese día, Truman Capote leyó en el New York Times el siguiente titular: "Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados". Parecía un crimen cualquiera, otro más sin motivo aparente, y estaba datado el día anterior en Holcomb (Kansas). El crimen es tan americano como la tarta de manzana o el contraste entre lo óptimo y lo kitsch. Pero hacía tiempo que Capote buscaba algo así: una excusa argumental. Desplazado al lugar de los hechos, convino con la revista The New Yorker un seguimiento del caso que se publicaría por entregas en este emblema impreso de la excelencia cultural estadounidense. Durante seis años, entre 1959 y 1965, Capote reconstruyó minuciosamente no sólo los hechos de aquel aciago 15 de noviembre, sino las vidas de los asesinados y de los asesinos. Exactamente el mismo tiempo que el Tribunal Supremo de Kansas tardó en decretar finalmente una fecha inamovible para la ejecución de Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, los dos patéticos conductores de la carnicería: la madrugada del 14 de abril de 1965. En 1966, aquel gigantesco y extenuante reportaje se convirtió en un libro, In cold blood (A sangre fría). Un año más tarde, cuando la leyenda de esta peculiar non fiction novel -como le gustaba llamarla a su propio autor- crecía en proporción inversa a la dilación exasperante en la aplicación de la condena a muerte, Richard Brooks la convirtió en cine de alta graduación.Capote es un clásico de la literatura periodística, o del periodismo literario, eso que ha recibido etiquetas tan diversas como "literatura de hechos", "post-ficción" o "nuevo periodismo", dependiendo del punto de vista adoptado. En realidad, el bueno de Truman sólo quiso explicarnos algo sobre la verdad con los recursos de la mentira, y no encontró mejor solución que servirse de un narrador omnisciente en una novela impecable que se abría con una panorámica idéntica a la de Le rouge et le noir de Stendhal. Brooks le correspondió con una obviedad genérica: cinéma vérité, lo llamaban entonces (como si el cine no fuera también -y sobre todo- una gran e imprescindible mentira).

Exactamente treinta y cinco años después de que a Hickock y a Smith les regalaran su última corbata, culminaba yo la lectura de otro curioso híbrido entre literatura y periodismo: Raval. De l'amor als nens, de Arcadi Espada. Leí a Capote por primera vez en una traducción al castellano, y ahora había elegido la versión catalana del libro de Espada, que se publicó simultáneamente con el texto original en la lengua de García Márquez. La traducción también es un poderoso agente de ficcionalización, pero eso ahora no importa. Espada cuenta en Raval el extraño caso de la supuesta red de pederastas en Barcelona. Una turbia historia de intoxicación policial e incompetencia periodística que se desarrolló en el verano del 97, en plena inmensa y pegajosa canícula de la gran ciudad. Todo empezó con un titular de La Vanguardia: "Una pareja alquilaba a su hijo de 10 años a un pederasta por 30.000 pesetas el fin de semana". Nada más inocente que un titular. Pero Espada, según cuenta, sospechó pronto que todo aquello parecía encubrir una gran mentira. Para su sorpresa, el antiguo adagio de la profesión, "no dejes que la realidad te estropee una buena historia", estaba siendo aplicado al pie de la letra por la policía metropolitana.

Raval es una crónica en primerísima persona de un gran fiasco informativo que todavía colea. Una summa de buena literatura constituida por documentos policiales, titulares y crónicas, declaraciones judiciales, delirantes informes psicológicos y, al fondo, el problema de la relación entre periodismo y verdad. La trama de pederastas resultó ser un vulgar nido de paidófilos inconsolables en un contexto de desolación y miseria, pero la imaginación incalificable de ciertos mandos policiales quiso convertirla en una brillante operación de defensa de lo más sagrado, la inocencia ontológica del niño. Lo único que aquellos frívolos polizontes consiguieron desarticular, sin embargo, fue la credibilidad del oficio de las rotativas.

La conclusión de Espada, claramente distanciado de su propio gremio aunque quizá con ribetes de sobreactuación, es que el periodismo de hoy se ha convertido en una ficción y, más concretamente, en "un sustituto de la religión y de la literatura en la fabricación del pensamiento mágico". Ya no se trata de que la objetividad sea imposible. Es mucho peor: estamos perdidos, porque entre la realidad y sus más acreditados filtros democráticos sólo quedan estereotipos y frivolidad.

Arcadi Espada, somatizando hasta el paradigma un caso entre mil, da una lección insoslayable de literatura y de periodismo. Traduce una gran mentira impersonal hasta convertirla en una verdad íntima, pero sin ninguna ilusión regeneracionista. Como Capote, ha tenido el valor de adentrarse en el territorio del mal para intentar comprender al malvado, y así no hay quien ahorque a nadie. El resultado de un viaje de ese tipo no puede ser sino amargo: más allá de las evidencias -esas putas siempre sonrientes- sólo queda el instinto. Tengan cuidado ahí fuera.

Joan Garí es escritor

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