Magia y potagia MARCOS ORDÓÑEZ
1. Magia. Hay géneros o formatos teatrales tan unidos a la infancia que uno corre hacia ellos con la esperanza de recuperar, un poco, aquel lejanísimo escalofrío, aquella cara de panoli maravillado. Géneros menores, casi de barracón de feria: Teatro de magia, teatro de terror. El cine y la televisión acabaron con ellos -su canto del cisne fue aquel patético Drácula de 1971, en el Español-, pero en los años sesenta todavía podía verse al Prodigioso Fassman en el Barcelona, o las obras de Agatha Christie que traía de Madrid la compañía de Arturo Serrano, con títulos tan suculentos como Los ojos que vieron la muerte o El reloj se paró a las 4. O ver a Marisa de Leza haciendo Sola en la oscuridad en el Poliorama, con aquel programa de mano que advertía a los cardiacos: "La oscuridad será total en sala y escenario". Estaba tan acojonado que cuando mi padre me llevó a ver la función agarré una linternita, pensando: "Cuando no pueda más, la enciendo. En el bolsillo". De alguna manera, esa linternita siempre me ha acompañado. Porque cuando uno de esos espectáculos reaparece, la nostalgia puede hacerte ver más de lo que hay, es decir, que la función acabe siendo no tanto lo que ofrece, sino lo que le pones tú: la linternita aferrada en el bolsillo. A veces, desde luego, la cosa no marcha ni con linternita. Me pasó la temporada anterior, en el Espai Brossa, con La mà de mico, un clásico del grand guignol. Iba yo esperando ver el fiambre, el cadáver podrido y cubierto de andrajos y barro, barro del cementerio, y acabé viendo un Hora 11, ni siquiera un Tras la puerta cerrada o un Historias para no dormir, pero el intento estaba allí, dignísimo. Y llenando: Yo diría que La mà de mico fue el éxito del Espai Brossa el año pasado, del mismo modo que El misteri de l'estoig xinès lo está siendo -hasta el 30 de abril- esta temporada. Todavía no he visto, por cierto, Crim perfecte, en el Joventut, la primera producción de ese Teatre del Neguit (podría llamarse Teatro del Yuyu para la gira española) que ha montado Carles Canut, una iniciativa curiosísima que va a tener que enfrentarse, por descontado, con el cine y la televisión, y encontrar una manera específicamente teatral para lograr su difícil objetivo: Acojonar desde un escenario.El misteri de l'estoig xinès, que ha dirigido Hermann Bonnin, es teatro de magia con incrustaciones -o irisaciones, muy leves- de género negro. Es un espectáculo a la medida de Hausson, un mago al que descubrí (no vi sus colaboraciones con Brossa) en el Pierrot Lunaire de Bieito, en el Lliure, donde paseaba su perfil de Joel Grey sulfuroso, de pianista sentenciado. Aquí, aparece Hausson con capa negra, esmoquin y una paloma blanca en la mano, y es imposible no apretar la linternita y pensar en Judex, el héroe de Feuillade, que en la película de Franju era encarnado precisamente por un mago, el ilusionista norteamericano Channing Pollock. Sí, Hausson hubiera sido un buen Judex: un justiciero elegante, melancólico, atormentado por una culpa secreta, cayendo en trances oníricos. Ese es su perfil, su aura, en El misteri de l'estoig xinès, donde interpreta, sin palabras, a un mago torturado por su pasado, por un triángulo de amor fatal: Los días en que triunfaba como Li Manchú, con sus dos ayudantes, una Lolita rubia y morfinómana (Anna Ycobalzeta, recién licenciada en el Institut del Teatre) y un dakoi ultraceloso (Jordi Basora, del Teatre de la Brume). No entendí demasiado la trama, montada en flashbacks, que acaba siendo un mero pretexto para enlazar números de magia, ni el verdadero misterio del estuche chino. Se borra el argumento, que queda en el recuerdo como un sueño extraño, y prevalece el aura, el perfume: La excelente banda sonora del maestro José Antonio Gutiérrez, la voz narradora de Carles Sales, con gloriosos ecos radiofónicos a lo Taxi Key; la boca, boca corazón, de Anna Ycobalzeta; la mirada inquietante de Hausson. Y los números de magia, por supuesto. Con esmoquin, Hausson manipula pañuelos, palomas, naipes, cuerdas de las que brotan nudos imposibles; traga hojas de afeitar y las saca enlazadas, como un collar de pólipos, y, más difícil todavía, logra un prodigio surreal que hubiera encantado a Brossa: meter un canario en el interior de una bombilla. Como Li Manchú, arropado en una túnica dorada, Hausson le hace mil perrerías a Anna Ycobalzeta. Verán ustedes, señoras y señores, el número de la Cabeza Giratoria, el de la Levitación Opiácea y, culminación, un clásico que siempre provoca -y sin linternita- la caída de mandíbula: La ayudante atravesada por espadas, en el interior de un baúl que se disgrega en un imposible juego de cajas paralelas. Amigo Bonnin: ¿Para cuándo un homenaje a Irma Vep, la femme fatale creada por Musidora en Les Vampires, que adoraron los surrealistas?
2. Potagia. También he visto estos días, en Teatreneu, el lifting, entre la magia y la potagia, que Jesús Díez ha propinado a L'augment, de Georges Perec, un texto que Sergi Belbel tradujo y dirigió en el Institut del Teatre hará exactamente -abril de 1988- 12 añitos, y que sirvió, entre otras cosas, para a) lanzar a Laura Conejero, que se dio a conocer con este espectáculo, y b) abrir la puerta al modelo de las T de Teatre y sus 100.000 hijas. Sobre el papel, L'augment es un texto teatral abstracto, sin dramaturgia, sin acotaciones, sin sexos. Sus personajes, como en un auto sacramental cartesiano, son La Propuesta, La Alternativa, La Hipótesis Positiva, La Hipótesis Negativa, La Elección y La Conclusión. Su tema es la exasperación de los futuribles y su esquema es el mismo de aquellos chistes interminables del bachillerato: "Un tío llama a la puerta. Puede entrar o puede no entrar. Si entra...". Aquí, como habrán intuido por el título, la cosa va de pedir un aumento al jefe. O, según el subtítulo, "cómo obtener las máximas posibilidades de éxito a la hora de pedirle un aumento de sueldo a su jefe, sean cuales sean las condiciones sanitarias, psicológicas, climáticas, económicas, etcétera". El montaje de Belbel y el de Jesús Díez, que vuelve a Teatreneu tras el éxito de Sota el bosc lacti, son como la noche y el día. Un delirio minimalista frente a un delirio barroco. Donde Belbel reconcentraba, Jesús Díez expande. El espectáculo de Teatreneu es un verdadero potaje, muy brechtiano, de géneros teatrales, o, como se dice ahora, "parateatrales": magia, farsa, juegos de clowns. En manos de Jesús Díez, La Propuesta se convierte en un mago, un maestro de ceremonias con maneras de duende, que interpreta Pep Anton Muñoz todavía con un pie en la Cantonada Brossa. Muy adecuadamente, porque este Augment tiene muchos y muy sugestivos elementos brossianos: los aviones fluorescentes que, en el prólogo, surcan la oscuridad del escenario; los constantes números de ilusionismo de Pep Anton Muñoz; las luciérnagas rojas que, al final, pasan de una a otra boca y acaban formando un tejido de luces en un pañuelo, como palabras atrapadas; un efecto precioso. Los otros personajes son más estereotipados, más caricaturescos: Chico Dubitativo para La Alternativa (Xavier Casán), Secretaria Ingenua para la Hipótesis Positiva (Montse Miralles), Bruja Despachil para la Negativa (Mercè Lleixà). Las criaturas más singulares son La Elección, que Roser Batalla interpreta un poco como la Phebe de Friends en un ataque de sonambulismo erótico, y, desde luego, La Conclusión, con Carles Sales como Perec tel quel, con jersey cisne y pipa y barba de chivo incluida. Los seis actores están muy bien, graciosos y eficaces, pero el trabajo que más me llamó la atención fue el de Sales, tanto haciendo de Perec como cuando, en el último tercio de la función, se transforma en un viejecito que recibe una medalla del trabajo; es admirable la sobriedad con que nos presenta a esos dos personajes, sin pasarse ni un pelo y largando un texto endemoniado, con más slaloms que una pista alpina, y que podría deslizársele en un pispás hacia el cliché o el marionetismo.
Los pros y los contras del lifting propuesto por Jesús Díez saltan a la vista a mitad de función. Por un lado, al caracterizar a los personajes, añadiendo texto -con morcillas de actualidad- y abriendo como abre el marco genérico, los actores tienen un terreno de juego mucho más amplio y gratificante, y se nota que se lo están pasando muy bien en escena. Pero por otro, esa humanización de unas voces abstractas provoca en el espectador el lógico deseo de un juego más argumental, más psicológico, que obviamente no existe: al expandir un material delgadísimo y que no cesa de girar sobre sí mismo, el interés temático de la comedia muere de inanición a los 40 minutos; triste fin para un trabajo irresistiblemente simpático, con muy buenas ideas y muy bien vestido, con un gran gusto por el detalle. Viendo L'augment tuve una sensación muy parecida a la que me produjo Top Dogs: lástima que todos esos talentos, de interpretación y de puesta en escena, no estén al servicio de un material más potente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.