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Las leyes de Mendel

Para botes los que estará dando en la tumba aquel viejo monje inventor de la genética con todo este culebrón del genoma humano, porque la empresa Celera, aparte de darse mucha prisa que es lo que su nombre indica, habrá demostrado que los humanos llevamos la perrería en los genes, no en vano sólo ha conseguido como triunfo palpable hacer que suban meteóricamente sus acciones, pues, por lo que a resultados se refiere, nadie los ha visto. Para más inri, los expertos le achacan que como mucho habrá podido descifrar las letras que componen esa sopa humana de cromosomas, es decir, que tendría en su poder todas las letras de un diccionario pero sin saber qué demonios significan, de ahí que tachen de prematuro, si no de inmoral, su afán de patentar a troche y moche sobre todo porque corresponderá a la comunidad científica mundial pública y privada la ingente tarea de asignar a cada gen su expresión. Pero no quisiera poner el énfasis ahí.Preferiría ponerlo en esa imagen del diccionario, en ese fantástico magma de letras sin significado, pues más que hablar de nuestros conocimientos actuales sobre el genoma está hablando de Euskadi, que también se escribe Euskal Herria o País Vasco. No parece aventurado señalar que mucho -tal vez todo- de lo que se dice para los periódicos y las ondas, porque hablan para ellos aunque se quejen, no son sino sonidos insignificantes, flatus vocis, soplos de la voz vertidos únicamente para aumentar el general barullo y enrevesar la barahunda cromosómica ambiental. Si, por ejemplo, uno salta: como usted está en minoría le convendrá convocar elecciones, entonces el interpelado entiende que lo que tiene que hacer es esperar. Si éste, a continuación, dice que no irán por ahí hasta que no desaparezca el gen asesino, los que acusan recibo entienden que como no vayan por ahí será peor para ellos, y, en cuanto sueltan esto, los anteriores entienden que han dicho que todavía pueden recorrer juntos el camino, con lo que los del principio entienden que están dando largas al asunto y vuelven a pedir elecciones. ¿Y por qué no una moción de censura? claman los segundos, con lo que los últimos les regañan por coquetear con el nacionalismo unionista español por lo que los aludidos cifran sus esperanzas en una tregua que ya está negada implícitamente en las soflamas de sus interlocutores, con lo que los primeros, etc.

Las palabras parecen congelarse en el aire pero no para emitir significado alguno al deshelarse, como asegura Rabelais que le ocurrió a Pantagruel en unos mares australes, sino para convertirse directamente en pozales de agua fría que caen sobre los lomos del probo ciudadano helándole el alma, pero no porque no comprenda nada de lo que se dice sino porque comprende demasiado bien: los actos se han divorciado de las palabras. Nunca se había mostrado con tanta crudeza la importancia no de lo que se dice sino desde dónde se dice, seguramente porque nunca los púlpitos habían sido tan inestables. Los nacionalismos están echándose el gran pulso precisamente porque ven negro su futuro, ya en conjunto, ya por separado. Los populares suspiran por el trono a sabiendas de que sacarán más tajada cuanto menos tarden en convocarse unos comicios, pero no está en sus manos el forzarlos. Por su parte, los socialistos están a la del burro de Balaam, dudando entre la paja y el agua, pero quizás también a la del perro del hortelano; todos creen, en fin, hallarse en vísperas de todo. O de nada.

La dependencia de la palabra respecto al poder es tal ahora mismo que no queda espacio para el diálogo, sólo cabe la transacción. Sí, la cosa es tan brutal como una ley de Mendel sobre el cruzamiento de guisantes lisos y arrugados. Pues bien, ya que he mencionado la genética, tal vez se vislumbre a través de ella alguna solución. Científicos irlandeses, ingleses y americanos han demostrado que los genes de los irlandeses y de los indios americanos provendrían respectivamente de los vascos y de los iberos, con lo que podemos aspirar a la globalización del contencioso, es decir, a meter más lenguas en el ajo, con lo que, al menos, tenemos garantizado el ruido para más rato.

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