Jeroni en los infiernos MARCOS ORDÓÑEZ
1. La década de los ochenta encontró en la figura del yuppy caído uno de sus blancos satíricos más recurrentes. Comedias negras como Edmond (1982), de David Mamet, y películas como Afterhours (1985), de Scorsese, o Something Wild (1987), de Jonathan Demme, narraron ordalías yuppies declinando todas las conjugaciones posibles del verbo caer: caer en desgracia, caer del cielo o caerse de un guindo. A finales de la década, Tom Wolfe convirtió su novela La hoguera de las vanidades en la más contundente (y voluminosa) Biblia del yuppy caído, donde aparecían todas las estaciones del calvario, que vienen a resumirse en tres: mala conciencia (por el dinero fácil o la traición a los ideales de juventud), ansia de una vida más auténtica que propiciará un sardónico viaje al infierno y castigo- purificación final. Pero quien abrió realmente la veda, con una considerable visión de futuro, fue el francés Gérard Lauzier, inaugurador de la caza del yuppy en los últimos setenta con la historieta La course du rat, que aquí apareció, por entregas y en 1981, en la revista Bésame Mucho, y que, ahora que me acuerdo, inspiraría una casi traslación española: la película Estoy en crisis (1982), de Fernando Colomo.Los Dagoll Dagom, que por aquellas fechas acababan de adaptar las Tranches de vie de Lauzier, consiguiendo con Glups! (1983) uno de sus mayores éxitos de público y crítica, le echaron inmediatamente el ojo a La carrera del ratón, pero su segunda cita con el historietista francés ha tardado 17 años en producirse, quizás porque esperaba una conjunción astral favorable, la misma que, curiosamente, ha juntado estos días en la cartelera tres variaciones sobre el tema: Top dogs (Villarroel), Edmond (Goya) y Cacao, su versión de la historieta en clave de musical, en el Victòria.
2. Ha valido la pena esperar, porque a) Cacao es uno de los más acabados trabajos de Bozzo & Dagoll y b) la sátira de Lauzier continúa tan fresca y con el mismo mordiente que a finales de los setenta. Lo que más me gusta de Cacao, de entrada -y sobre todo con relación a Glups!- es que Joan Lluís Bozzo, un Bozzo aquí más cerca que nunca de Savary, ha dejado radicalmente de lado cierta blandenguería de trazo para realizar una modélica adaptación, atreviéndose a no endulzar ni por un momento la cruel peripecia del Jêrome original, un ex progre en crisis, con veleidades artísticas pero esencialmente mediocre. (El único puntito negro, y lo señalo ahora para quitármelo de encima, sería la coreografía y el vestuario de la "cola de los sin papeles", a la que sólo le falta un indio con plumas para parecer un anuncio de patatas fritas). El trío Bozzo-Cisquella-Periel ha corrido un doble riesgo, como es el de llevar a la escena la práctica totalidad de la historia -el espectáculo, descanso incluido, se pone en tres horas- sin caer en la trampa de ser complacientes con sus personajes (aquí hay estopa para todos), pero también sin rebajarlos por la vía fácil del estereotipo farsesco, buscando, ante todo, la verosimilitud, conscientes de que el naturalismo del material no se prestaba a distorsiones o subrayados. Quizás sea éste el espectáculo de Dagoll Dagom en el que he visto una más cuidada dirección de actores: Para poner sólo un ejemplo, la difícil escena de la ruptura entre Jeroni (Ferran Rañé) y su esposa, Montse (Rosa Gámiz), montada absolutamente a pelo, es una de las mejores cosas que ha hecho Bozzo. Cacao tiene también una estupenda idea de base, como es la de sustituir a los beurs o norteafricanos parisienses que, en el original, se convertían para Jêrome en el paradigma de la "vida auténtica", por un grupo de cubanos en Barcelona, tratados sin paternalismos ni (excesivos) clichés. Esta opción llevaba implícita una partitura en clave caribeña que (otra buena idea) le ha sido encomendada a Santiago Auserón, en arte Juan Perro. Auserón no ha escatimado canciones y ha recuperado incluso aquel Veneno en la piel de su última etapa en Radio Futura. La música, contagiosos mambos, sones y chachachás en su mayoría, suena constantemente a lo largo del espectáculo (más en la primera parte que en la segunda), con letras ingeniosas que recuerdan al mejor Gato Pérez, escapadas al rock (Los amargos 18, el Mitja botella que canta Rañé) y, sorpresa, una estupenda copla, Seguro de amor, que borda Imma Ochoa y que se convierte en el número más energético (y aplaudido) de la función. Buena música y buenos músicos, con un conjunto liderado por los veteranos Xavi Capellas y el batería Quino Béjar, y con dos miembros egregios de la realeza gitana de Mataró: Jumitus de la Payoya y Johnny Salazar, al frente de un piano y unos teclados con auténtico tumbao.
3. La producción es de una gran calidad. Hay una escenografía brillante y funcional de Alfons Flores, que a primera vista parece un poco el vestíbulo del cine ABC, pero que permite rápidos cambios para los muchos escenarios (los domicilios de los personajes, la calle, la discoteca cubana El Vedado, etcétera), muy bien iluminados por Ignasi Morros -soberbia la utilización de fluorescentes en la segunda parte, que pintan de un tono cada vez más desolado el vía crucis de Jeroni- y con un impecable vestuario de Maria Araujo, con el solo punto negro antes citado. Y dando la cara y la energía a lo largo de esas tres horas (que los jueves y sábados se convierten en seis: ¿no prevé estos casos la Convención de Ginebra?), una compañía entregada y muy bien conjuntada. Jeroni no podía ser otro que Ferran Rañé, que ha vuelto a Dagoll en el mejor momento de su carrera, todavía caliente en su bolsillo el doble premio de la crítica por sus trabajos de enorme cómico en Mesura per mesura y Molt soroll per no res la temporada anterior. Rañé, presente en la mayoría de las escenas, es el indiscutible motor actoral de Cacao, pero el espectáculo nos devuelve también a una Rosa Gámiz (Montse) en estupendísima forma, después del resbalón de Romeo i Julieta y las innecesarias estridencias de L'estiueig; una Rosa Gámiz luminosa, sexy y divertida (muy en la línea Emma Thompson, para entendernos) y en perfecta química con Rañé. Luego tenemos, claro está, al equipo cubano. Raúl, el antiguo compañero de zafra de Jeroni, es Allen (flores de otro mundo) Euclides; Ligia Elena, la mulata por la que el antihéroe de Cacao pierde los papeles, es la actriz, cantante -excelente en los boleros- y bailarina Magileê Álvarez; Dominica, la criada colgada del teléfono (y protagonista de otro de los mejores números: Por un hilito), es Marieta Sánchez, habitual de series de TV-3; Virginia, la amiga de Ligia Elena, es la naomicampbelliana Aliosha Rodríguez, más una silueta de impacto que un personaje. Todos están muy bien, pero me gustaría destacar aquí a Amaury Rolando (Fidel, el amante de Dominica), notable bailarín y, de largo -con igual mérito que Imma Ochoa-, la mejor voz del reparto. Imma Ochoa, que se reveló el año pasado en La venganza de Don Mendo, y Richard Collins-Moore (Pigmalió, La memoria dels cargols) encarnan con gracia a los personajes más claramente caricaturescos de la obra: Mariajo, la secretaria a lo Gilda Radner que se disfraza de Vampirella para seducir a Jeroni, y Luisma, un gay ex bandera roja reciclado en la Generalitat, puramente episódico; Collins-Moore compensa la delgadez de la composición que le ha tocado en suerte desdoblándose en camarero pijo, enfermera contundente, y así hasta una media docena de encarnaciones.
Los hijos del matrimonio protagonista, dibujados sin contemplaciones por Lauzier y adecuadamente teletransportados al 2000 por Bozzo (Miki es a Jeroni lo que Bart es a Homer; Laia tiene un piercing en el cerebro), son los jovencísimos Jofre Borràs y Lulú Palomares, que pisan escenario teatral yo diría que por primera vez con una gran seguridad y, en el caso de ella, con un cinismo desinhibido -el número Jo sí que tinc il.lusions, letra de Bozzo- que da gusto verlo.
Por libro y por canciones, Cacao le da veinte vueltas, para mi gusto, a musicales tan incensados como Rent (la respuesta de Broadway a la zarzuela Bohemios), pero hay algo en este espectáculo que lo aleja del musical en sentido estricto para deslizarlo un poco hacia el territorio de la comedia satírica con ilustraciones musicales. Con esto quiero decir que no esperen ustedes la trepidación y la rapidez de trazo que suelen definir a los musicales modernos. La fidelidad de Bozzo al material original, la abundancia de personajes, situaciones y diálogos, propician un tempo lento (lento respecto a esos estándares de musical centelleante) que en ocasiones puede suscitar una cierta impaciencia en el espectador, pero ésa es la opción -y el riesgo- de los Dagoll Dagom. No se me ocurre cómo podría resolverse esa tensión entre una estructura y una forma con ritmos distintos, aunque lo cierto es que la excelencia de los materiales y el trabajo de la compañía salvan con creces ese posible escollo y las tres horas no pesan en absoluto.
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