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La coalición inexistente

El fracaso de la coalición de la izquierda en las legislativas es una de las notas comunes a la mayor parte de los análisis de urgencia sobre el sorprendente resultado de las elecciones del 12-M. No me parece que esa opinión sea acertada, porque la condición indispensable para que una coalición fracase es que exista, y ciertamente ese no es el caso del pacto PSOE-IU del pasado febrero.Para que haya una coalición electoral es necesario: primero, que haya un acuerdo entre varias (dos o más de dos) fuerzas políticas, que haya un pacto político bilateral o multilateral; segundo, que ese acuerdo conduzca a la redacción de un programa común que opera como plataforma de la coalición y, en su caso, será el programa del gobierno que se pretende formar (recuerde el lector el Programa Común de la izquierda francesa en los primeros ochenta); tercero, que el acuerdo se visualice mediante una etiqueta común (piense el lector en el Olivo italiano); cuarto, que se materialice en candidaturas comunes, lo que viene a significar que las partes renuncian a presentar sus candidatos bajo la propia denominación, y que, a cambio, presentan candidatos comunes en listas también comunes (el caso de la candidatura de la izquierda catalana al Senado); quinto, que los partidos pactantes renuncian a campañas particulares y las sustituyen por una campaña conjunta llevada a cabo por un equipo asimismo común. Pues bien, casi nada de eso ha habido en estas elecciones.

Que no ha habido campaña común, ni listas comunes, ni etiqueta propia, ni un programa de gobierno y/o un contrato de legislatura me parece pertenece al género de lo evidente. Y si no ha habido nada de eso, mal puede haber fracasado aquella candidatura que nunca existió. En el famoso pacto lo que ha habido es un principio de acuerdo de mínimos programáticos unido a un compromiso de desistimientos en una elección subordinada (el Senado) al que apenas se le ha dado visibilidad. No es extraño que no haya obtenido unos resultados brillantes precisamente, aunque un análisis detallado de los resultados probablemente mostrará que, con sus vicios, el rendimiento en votos no ha sido desdeñable, y que la clave de fracaso del acuerdo de desistimiento en el Senado se debe, sencillamente, a que, a la hora de la verdad, la de las urnas, el PP tuvo más votos que la izquierda.

La coalición plantea una pregunta indiscreta: la del porqué de su inexistencia, cuando la racionalidad política y las restricciones que impone la normativa electoral la hacían aconsejable. Si dejamos de lado cuestiones de coyuntura (el pacto fue tardío) y las de objetivos tácticos (el pacto se planeó, al menos en parte, como un Jordán que lavara pecados anteriores), me parece que cabe apuntar dos razones principales de esa ausencia que no son, por cierto, ajenas al desastre electoral de la izquierda.

De un lado, el de IU, el más interesado y el que mejor ha rentabilizado el pacto (en las encuestas de enero iba a resultados como los del 82 y no sacaba grupo parlamentario), porque ni los ortodoxos, ni Anguita querían una coalición formal que suponía por sí misma la desautorización de la política de IU al menos del 93 a la fecha, la capacidad de maniobra de la actual dirección era muy pequeña, e inexistente más allá de un acuerdo de mínimos que permitiera salvar al tiempo la cara y los muebles. La cara porque la iniciativa de Almunia no podía ser rechazada, los muebles porque el rechazo era el camino seguro a la inexistencia política a treinta días vista.

Del lado del PSOE porque nunca hubo la voluntad firme de establecer una coalición. De otro modo no se entiende que se insistiera en una propuesta que se sabía inaceptable (la retirada de IU de la mayoría o una parte sustancial de los distritos electorales, esto es, que IU renunciara a ser un partido nacional), y que se rechazaran una tras otra las fórmulas ofertadas por la dirección comunista que implicaban una coalición auténtica, aún parcial. Lo que se buscaba primariamente era rentabilizar los votos de IU en beneficio socialista y situar a los comunistas en una posición subordinada. Pero esos podían ser los motivos, más no las razones. Esas son dos: el PSOE es portador de una cultura política fuertemente autoritaria y, sobre todo, exclusivista, herencia del periodo del señor González que, por muy ajeno a la tradición socialista que sea, y lo es, impregna los cuadros del partido y las posiciones de no pocos de sus barones, la coalición, cualquier coalición, es vista como incongruente con esa cultura, y con el modelo de partido que postula (no es casual que el señor Rodríguez Ibarra ponga como ejemplo para los socialistas el PP actual, una cuidadosa mezcla de leninismo organizativo, caudillismo y clientelas), lo que nos lleva de la mano a la segunda razón: la coalición suponía la ruptura del modelo de organización y la apertura de una dinámica unitaria que haría inevitable la refundación del partido, que por todos medios se trata de evitar. Por eso aquí la gestora reventó la Entesa.

La paradoja de la situación reside en buena parte en que un pacto inexplicado y escasamente visible, adoptado in extremis y sin ilusión haya servido para movilizar a la derecha, y no haya servido para llevar a las urnas a la izquierda, que, prudentemente, no ha aceptado el gato que se sirve en lugar de liebre. Y que ese fracaso sitúa a los reaccionarios de la izquierda en ambas organizaciones ante lo que más temen: la refundación.

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Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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