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Juventud

LUIS GARCÍA MONTERO

La movida juvenil, el vértigo que llena las noches de tumulto, enfados, insomnios, amistades y botellones, es una costumbre generacional, una desgracia para los vecinos, una dificultad solucionable para las autoridades municipales y una metáfora descarnada para nuestra sociedad. Los paisajes y los acontecimientos cotidianos caen en forma de verso sobre las fotografías del periódico, son ruidos particulares que se vinculan al sentido general del poema, y basta un poco de atención para interpretar el estado de ánimo de los argumentos. El amanecer y la juventud han sido siempre dos símbolos del futuro, la luz capaz de abrirse paso entre las sombras, la primavera que debe conmover los fríos reumáticos del invierno. En las plazas públicas habitaba una voluntad de diálogo, de alianza social, firmada por los naranjos, los tilos, los vendedores callejeros, las fiestas ciudadanas, los acontecimientos políticos y los bancos de piedra. Pero ahí están ahora la juventud y el amanecer, convirtiendo las plazas públicas en un vertedero o en un griterío, ese desperdicio sonoro que llena de plásticos y de cristales rotos las conversaciones o los silencios. Aunque también podemos leer la imagen en sentido contrario: sólo nos atrevemos a recibir el amanecer de los jóvenes en el territorio de la basura, en el vertedero, en el lugar preparado para acoger los restos del consumo.

Siempre hay jóvenes de muy diversa condición, pero cada época inventa una imagen simbólica de la juventud en el álbum fotográfico de sus sentimientos. Durante más de un siglo, desde las revueltas krausistas contra Isabel II hasta las cafeterías universitarias del antifranquismo, pasando por la generación del 98, el 14 de abril republicano o la camisa azul de los falangistas, la juventud española vivió con la responsabilidad de solucionar las contradicciones políticas del país. El atraso histórico que obligaba a hablar de España y Andalucía como problema (y de Granada como "problemica") cargó los hombros de los jóvenes con una responsabilidad ética que se planteaba de diversas maneras, según el concepto de Modernidad de cada uno. Las mesas de café, las asambleas universitarias y las reuniones clandestinas fueron la geografía de una juventud barbuda, acostumbrada a hablar en el susurro de la conspiración o en la retórica del discurso solemne. Eran jóvenes de vista cansada (cansada de buscar la intrahistoria del país en los libros de Giner de los Ríos, de Unamuno, de Ortega o del marxismo estructuralista).

La juventud de hoy carece por primera vez en España de esta pegajosa responsabilidad generacional. Ser joven no significa ya un mandato moral para la modernización del país, porque España vive por fin en el interior de la Modernidad. España va bien, y como los jóvenes españoles todavía no son alemanes, se lanzan a la calle y se divierten, ideando con imaginación la forma de espectáculo nocturno que mejor se adapta a su bolsillo. No se trata de una fiesta ciudadana, sino de un ritual de consumo. El resultado es una metáfora tajante de la modernidad conquistada, un tiempo de consumo degradado que identifica los amaneceres de las plazas públicas con los vertederos.

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