Un sistema muy asentado
Cuando se compara el sistema de partidos y la composición del Congreso de Diputados desde que comenzamos a votar, allá por 1977, hasta el día de hoy, salta a la vista que los elementos de continuidad predominan sobre los de cambio. El número total de partidos con representación parlamentaria es hoy exactamente el mismo que hace ya casi un cuarto de siglo: 12 fueron entonces y 12 son ahora, aunque si HB hubiera optado por desobedecer las consignas de ETA, serían 13. En todo caso, una llamativa estabilidad numérica.Que no debe ocultar, sin embargo, una corriente de fondo, embalsada durante años: el número de partidos de ámbito no estatal ha aumentado desde las primeras elecciones en la misma medida en que han disminuido los partidos de ámbito estatal; empataban a seis en 1977 y ahora sólo quedan tres de los segundos mientras crecen en idéntica cantidad los primeros, que golean por 9 a 3. De todas formas, y como la gran pagana es IU, como antes lo era el PCE, el aumento de partidos de ámbito no estatal no afecta negativamente al porcentaje de votos ni al número de diputados de los dos grandes partidos estatales; sucede más bien lo contrario: PP y PSOE suman hoy 25 escaños más que los conseguidos por UCD y PSOE en 1977.
De manera que, si se prescinde de la errática marcha del PCE y luego de IU, lo que ha cambiado desde las primeras elecciones es el número de partidos nacionalistas y la distribución interna del montón de escaños que siempre se reparten los dos partidos principales. Cuando uno de ellos se destaca, como el PSOE en 1982 o el PP ahora, la suma de los dos se dispara hasta alcanzar los 308, lo que significa que el vencedor se sitúa en mejor posición para negociar con los nacionalistas. Pues éstos, a la vez que aumentan su número, atomizan su presencia: de los nueve que son hoy los no estatales, cinco cuentan sólo con un escaño, lo que deja un escaso margen de maniobra para pedir el cielo. Múltiples partidos nacionalistas y una zigzagueante progresión hacia el bipartidismo en el ámbito estatal: tales son los elementos recurrentes del sistema.
Dentro de esa continuidad de fondo, lo único que se ha movido de verdad el 12 de marzo es la relación de fuerza entre izquierda y derecha. Todo indica que los tramos más jóvenes y más veteranos del electorado son los responsables de este trastorno en el tradicional orden de las cosas: los primeros, porque han votado en mayor proporción al PP, que no les asusta nada y del que muy pocos en esas edades se creen las cosas que de él pregonan los medios de izquierda; los segundos, porque, aun sin haber votado masivamente al PP, ya no le tienen miedo, ni lo sienten como una amenaza y no encuentran motivos para salir de casa a votar izquierda: se han abstenido quizá porque no deseaban el cambio de un Gobierno capaz de garantizarles el flujo de recursos públicos que les permiten afrontar con tranquilidad el futuro.
En resumen, las dos noticias emitidas por las urnas son que los nacionalistas siguen, más o menos, en las mismas posiciones conquistadas en los últimos años, pero que las fronteras entre izquierda y derecha, tenidas hasta ahora por inamovibles e impermeables, comienzan a ser porosas y a desplazarse. La conclusión es que la gente parece haber amortizado los superávit de legitimidad arrastrados del pasado. Ocurre con los nacionalistas, a los que ya no les traerá cuenta seguir dando la lata con el victimismo, como si esta sociedad y este Estado tuvieran alguna deuda pendiente, un daño que reparar, una culpa que permanentemente lavar. De momento, se acabó: cada uno vale su peso en votos. Pero pasa también con el plus de legitimidad que ha disfrutado la izquierda: en adelante, no hay votos cautivos por los recuerdos tenebrosos del pasado ni por los miedos al lobo que va a venir en el futuro; la izquierda tendrá que aprender a caminar en el presente sin las muletas prestadas por una historia tantas veces mitificada que ya a muy pocos conmueve.
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