Jeeves se vuelve malo MARCOS ORDÓÑEZ
1. Fly Robin Fly. En su autobiografía Escape from the shadows, publicada en 1973, Robin Maugham habla de tres sombras en su vida: "La de mi tío, William Somerset Maugham, mi inevitable espejo, con el que siempre me compararon; la de mi padre, el vizconde Frederic Herbert Maugham, que me denunció por obscenidad cuando publiqué The servant, y la sombra de la culpa que, por las convicciones morales de mi clase, acompañó desde el principio mi homosexualidad".Robin Maugham, 1916-1981. Una biografía perfecta para pasarse al enemigo, como Burgess y Philby. Aristócrata, segundo vizconde Maugham de Hartfield. Homosexual. Estudios secundarios en Eton, universitarios en el Trinity Hall de Cambridge. Durante la guerra trabaja para el MI6, el servicio de inteligencia británico. Herido gravemente en la cabeza en 1944, se retira del servicio activo. La lesión cerebral, que le provoca blackouts durante los cuales pierde la noción de su identidad y de su entorno, no le impide escribir dos obras sobre su experiencia bélica, Come to dust (1945) y Nomad (1947). Entre esa fecha y los últimos años setenta, cuando el alcohol le borra del mundo, escribe muchísimo: cinco novelas, seis obras teatrales, innumerables cuentos, crónicas de viajes, guiones, memorias. Irónicamente, pasará a la historia literaria por una nouvelle de 68 páginas, The servant, que en su versión teatral, traducida por Salvador Oliva, El criat, Mario Gas acaba de presentar en el Mercat de les Flors.
2. Yago en Mayfair. A primera vista, The servant, el relato publicado en 1948, se diría una aventura perversa de Jeeves y Wooster, el mayordomo y el señorito inmortalizados por el gran Woodehouse. O la respuesta urbana, ambientada en el señorial barrio de Mayfair, a The admirable Crichton, la célebre comedia de Barrie, en la que el criado del título naufragaba con sus señores en una isla desierta y se hacía el amo. Resulta un poco extraño el cabreo del padre de Maugham porque The servant es, quizá, el último relato victoriano, en su mezcla de fascinación y horror ante la idea de un hombre de clase alta dominado y corrompido por su ayuda de cámara, que explota por igual la dependencia infantil y la ambivalencia sexual de su patrón. Es mucho mejor la versión teatral, estrenada en 1958, y no digamos ya la película de Losey porque en ambas desaparece la escandalizada visión del narrador (Richard, un amigo del protagonista) y porque Barret, el sirviente, ya no es un demonio de la clase obrera, sino un suave, impecable Yago de clase media que goza moviendo los hilos del pobre Tony Williams. Más que la crónica de una vampirización, The servant es, como bien dijo Michael Billington, "a study in mutual degradation and the boomerang nature of sexual power". Si esa degradación estaba cantada o si tras ella hay una pasión homosexual que nunca se hace explícita es un tema que debatir.
3. Cae la sombra. El pobre Robin Maugham no ganó para sombras: Le crecían como los enanos de un circo. The servant, en 1958, abrió la puerta al inquietante The caretaker (El portero, 1960), de Harold Pinter, y al ángel turbio, asesino y amoral de Entertaining Mr. Sloane (1963), de Joe Orton: comparado con ellos, el Barret de Robin Maugham resultaba un gentleman casi encantador. Cayó sobre Maugham, pues, la sombra furiosa de los angry, como siete años después caería, a modo de losa, la sombra definitiva: la versión cinematográfica de Losey, con James Fox y un inmenso Dirk Bogarde, en 1965. Como en un cuento de Max Beerbohm, la condena de Maugham es la creencia, muy generalizada, de que The servant es una obra de Pinter, que sólo escribió el guión. Quizá para enderezar ese entuerto, el novelista se decidió a componer, al año siguiente, una nueva versión teatral, con supresiones y cambios en el diálogo, pero no tuvo éxito. La adaptación de Pinter-Losey trasladaba la acción al tiempo presente, el swingin' London de la época, lo que hacía todavía más anacrónica la comedia, ambientada en unos años treinta definitivamente victorianos, como si la película hubiera retropropulsado el texto original por el túnel del tiempo.
De hecho, pasaron casi 30 años hasta que The servant volvió a montarse, por el Birmingham Repertory Theater de Bill Alexander, en 1995. Elio de Capitani la montó en Italia, en 1987; el pasado otoño, la Eden Compagnie presentaba un montaje en Francia, en el Théâtre des Martyrs, dirigido por Marcel Delval. En España -El criado- la dirigió Luis Escobar en el Infanta Isabel, en los primeros años setenta, con Sancho Gracia y Ángel Aranda; también recuerdo un Estudio 1, rodado en Barcelona, con Ángel Jové, Eusebio Poncela e Isabel Mestres, en los primeros años ochenta. Al Mercat ha llegado gracias al empecinamiento de un actor, Blai Llopis, que llevaba años tras el personaje de Barret y que logró contagiar su entusiasmo a Mario Gas.
4. Seis días, siete noches. Mario Gas está hecho un mulo. Tres montajes suyos han coincidido estos días en la cartelera: Top dogs, de Urs Widmer, en la Villarroel, un texto pachucho salvado por una formidable compañía; el Olors de Papitu Benet, que está llenando en el Nacional, y este Criat ya con proa a la gira por España. Y un nuevo montaje a punto de entrar en ensayos: su esperadísima puesta en escena, para el Grec, de la maravillosa A Little Night Music de Sondheim, la opereta-que-acaba-con-todas-las-operetas, con Vicky Peña y Tino Romero al frente del reparto.
El criat, por lo visto, ha tenido algunos problemas de producción, incluyendo un radical cambio de escenografía a última hora. Diseñó el espacio Carlos Pazos, a Gas no le convenció, y el propio director levantó el actual, las estilizadas tres zonas (salón, dormitorio, cocina) de la mansión, con la colaboración de Bibiana Puigdefábregas y Quico Gutiérrez. Los protagonistas de la comedia son Marc Martínez, que interpreta a Tony, y, como he dicho, Blai Llopis en el papel de Barret. Con Marc Martínez no hay nunca sorpresas desagradables: es un actor todoterreno, segurísimo, con una naturalidad pasmosa; ves su nombre en cualquier reparto y sabes que te lo creerás haga lo que haga. La temporada anterior fue Lucky, el Calibán mutante de Tot esperant Godot; ahora es un impecable pobre niño rico avanzando sin prisa pero sin pausa hacia el abismo. También es una alegría ver a Blai Llopis, un actor que empezó en el Lliure, estuvo unos años perdido, con pocos papeles, y que consigue aquí el mejor y más convincente trabajo de su carrera, que interpreta un poco como si fuera Steve Buscemi imitando a Anthony Hopkins. El tercero en discordia es Paul Barrondo como Richard Merton, el papel más desagradecido de la función y de la novela. En la novela era la "voz escandalizada"; en la función es el closet homosexual, que se queda con la novia de Tony, Sally Grant, porque no puede quedarse con él. Berrondo tenía todos los números para caer en el cliché, porque el personaje está muy cerca de eso, pero lo esquiva con una gran sobriedad y consigue una emoción muy limpia, sin subrayados, en la escena final, una desoladora confesión de amor perdido que le sale bordada.
En el lado femenino tenemos a Irene Montalà, yo diría que en su primer papel teatral (por lo menos el primero que le he visto), como Vera, la amante de Barret, una nínfula zorrupia a la que dota de una sensualidad casi austrohúngara: véase la escena en la que seduce a Merton en la cocina y que Gas ha dirigido como si fuera un pasaje de La ronda, de Schnitzler. Como es sabido que a Gas le encanta mezclar actores de escuelas y procedencias muy diversas, debutan aquí a sus órdenes dos actrices de la bande à Bernat, las inclasificables Mia Esteve y Dolo Bertran. Quizá porque Mia Esteve se mueve mejor en la cuerda del naturalismo alucinado o la intensidad pura y dura (cualquier obra de Bernat, el Mesura per mesura de Bieito, Bernadeta Xoc), se la ve aquí un tanto incómoda (e irreconocible, con el pelo rubio y planchado) en la piel de una lady estirada e hipertensa. Me temo que todavía está comentando el personaje más que encarnándolo; es mucha actriz Mia Esteve como para no echarle mucha más carne al personaje de Sally Grant en próximas funciones. Y carne, precisamente (carne en la mirada, en la forma de estar y de moverse), es la especialidad de Dolo Beltrán, una actriz de una sensualidad rotunda, brutal casi, ideal para el personaje de Mabel, la definitiva contribución, gentileza de Barret, a la caída de la Casa Williams. Una notable panoplia de actores, muy bien dirigidos, para un montaje que convence sin apasionar; probablemente a lo largo de los bolos brote la chispa que hoy por hoy le falta. No quisiera olvidarme de una cosa: ¿por qué El criat ha estado sólo seis días, seis días y siete noches, en el Mercat?
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