Y ahora ¿qué? JOAN B. CULLA I CLARÀ
A lo largo de las últimas semanas tuve ocasión de escuchar, de labios de dos altos responsables orgánicos de CiU y del PSC, la misma expresión de cansancio y de esperanza, formulada con palabras casi idénticas: llevamos un año en campaña electoral ininterrumpida... ¡suerte que después del 12 de marzo tendremos por delante más de tres años sin elecciones!Pues bien, lo siento por ambos y por todos sus colegas de profesión, pero me temo que ninguno de ellos podrá disfrutar como quisiera del merecido descanso, aun cuando no deban ocuparse de recolectar votos. El resultado de los últimos comicios generales, confluyendo con el agotamiento del ciclo generacional abierto en 1975-1976, conduce a la política catalana y al hemisferio izquierdo de la española a un verdadero cambio de etapa, del que la dimisión de Joaquín Almunia, la renuncia de Narcís Serra a la reelección, la jubilación anunciada de Jordi Pujol y el probable relevo de Rafael Ribó constituyen las señas precursoras, y que hallará en los congresos partidarios programados para este año 2000 grados distintos de concreción y de puesta en escena. De cualquier modo, ni la preparación, ni el desarrollo, ni la resaca de unas asambleas que tendrán poco de rituales o de protocolarias van a dejar a nuestra clase política demasiado margen para el reposo o la vacación.
Pero no adelantemos acontecimientos que están aún por venir y contentémonos, por ahora, con ir examinando los efectos del sufragio ciudadano del pasado domingo sobre los principales partidos catalanes comenzando por el más votado, el socialista. Víctima principal de la abstención y, en menor medida, de la fuga de electores hacia el PP en el cinturón barcelonés, el PSC partía de tan arriba en el ranking que, a pesar del retroceso de más de cinco puntos, conserva el primer puesto y el marchamo de vencedor, aunque eso sirva de poco ante el hundimiento de Almunia. A Narcís Serra le sirvió, por lo menos, para comparecer en la noche electoral hecho un émulo del Miquel Roca de 1986 (aquel que deploró el fracaso de los "amigos reformistas" como si el asunto no fuera con él) y expresar, en pose de ganador, su fraterno afecto hacia los descalabrados compañeros del PSOE. 36 horas después, el ruido de sables en la estructura territorial del partido obligó al todavía primer secretario a abandonar ese papel de don Tancredo que ha cultivado por tanto tiempo y con tanto éxito.
De todas maneras, tampoco los llamados capitanes socialistas tienen grandes motivos para felicitarse si, como se asegura, lo de la Entesa Catalana de Progrés fue idea suya, porque la coalición senatorial a tres bandas ha sido un rotundo fiasco. "Nadie ha apostado a fondo" por ella, escribía el martes aquí mismo Rafael Ribó, y aún se quedaba corto. ¿Repararon ustedes en que, en la provincia de Barcelona, la propaganda electoral remitida a domicilio por Esquerra Republicana no hacía mención alguna de la Entesa ni siquiera incluía la papeleta salmón del Senado? Ignoro qué sucedería en las restantes circunscripciones, pero hay dos datos irrefutables: uno, que en el conjunto de Cataluña hubo 190.000 votantes del PSC, de ERC o de Iniciativa para el Congreso que no pusieron la cruz junto a ninguno de los nombres que esas fuerzas presentaban al Senado; el otro, que sin haber arañado ni un solo escaño a CiU, los socialistas catalanes tienen hoy dos senadores menos que en 1996, gentilmente regalados a Esquerra y a un independiente afín a Iniciativa-Verds.
También Convergència i Unió ha vivido el escrutinio del 12 de marzo bajo el signo de la paradoja. Por una parte, la pérdida de un solo diputado y de ocho décimas porcentuales es un coste liviano tras mantener durante cuatro años una liaison peligrosa y de rentabilidad discutible con el PP; más aún: que a pesar de todos los pesares -nuevo cabeza de lista, una candidatura poco excitante, el alza de la abstención...- siga habiendo un millón de votos convergentes invulnerables al desaliento o al adulterio constituye un dato muy esperanzador en el horizonte del pospujolismo. Sin embargo, ello no impide que la holgadísima mayoría de Aznar haya sumido a CiU en la perplejidad y la desorientación, en el vértigo de tener que sustituir el regateo por la política. Convergència debería aprovechar estas circunstancias para resolver -creo que Unió ya lo sabe- qué quiere ser de mayor: si un simple lobby empresarial o esa opción catalanista-descafeinada y managerial que parecen desear algunos miembros de la Fundació Barcelona, o el partido nacionalista e interclasista en el que cree la gran mayoría de sus votantes.
En fin, el Partido Popular ha recogido los dividendos de su inédita condición de partido del Gobierno. ¿Hasta el punto de perforar techos inalcanzados? No tanto. En 1979, con un escenario parecido al actual -segundas elecciones de un Adolfo Suárez en la cresta de la ola-, el voto de derecha y centro derecha estatalista (Coalición Democrática y UCD) sumó en Cataluña 13 diputados y el 22,6% de los votos, es verdad que con un perfil más rural, mucho menos metropolitano y trabajador que ahora. Lo cual no devalúa un ápice el ascenso del PP, pero relativiza mucho los efectos del candidato Piqué como anzuelo de catalanistas moderados; en ese caladero, y según ha hecho notar con diligencia Vidal-Quadras, la pesca popular ha sido tan escasa como notable entre los antiguos votantes socialistas del Baix Llobregat o el Barcelonès Nord. Así, pues, el debate sobre la orientación estratégica que debe seguir el PP continúa abierto y, en general, la transición de nuestra vida política hacia un nuevo ciclo histórico no ha hecho más que dar sus primeros balbuceos.
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