Ilusión óptica
Un profesor de óptica de la Universidad de Granada, después de cuatro años largos de investigaciones, ha llegado a una conclusión que puede resultar decepcionante para muchos. Resulta que el color del cielo de la ciudad es mucho menos límpido de lo que habitualmente piensa el común de los mortales, y además, por si eso fuera poco, también ha precisado ese profesor que la luz que circula por los vericuetos urbanos tampoco es así como para andar presumiendo de su nitidez. La verdad es que esas afirmaciones me han dejado bastante perplejo, sobre todo porque provienen formalmente de un científico y no de ningún funcionario desleal comisionado por la competencia.Que yo sepa, nunca ha sido necesario recurrir a ninguna clase de informaciones par evaluar el mayor o menor grado de excelencias de cualquier particular observación celeste. Ni que decir tiene que bastan los propios medios para apreciar lo que la sensibilidad visual de cada uno le ha sido sencillamente mostrando. Ni las lecturas de textos alusivos, ya procedan de la administración o de la literatura, ni los razonamientos de viva voz, pueden afectar en absoluto a la experiencia personal en este sentido. Por lo que a mí respecta, cada vez que he subido, por ejemplo, desde la plaza Nueva granadina a la Alhambra o he bajado desde el Albaicín a la Alcaicería, el color del cielo bajo el que andaba y la luz que me iba alumbrando el camino, eran de una calidad excelente. Los gozos de la vista estaban adecuadamente garantizados. Me refiero, por supuesto, a los días desprovistos de cualquier estorbo de nubes o brumas.
Pero resulta que estaba equivocado, que todo ese consabido deleite natural respondía a una falsa impresión de los sentidos. Ni el cielo es de un azul tan radiante ni la luz de un fulgor tan intenso. O sea, que uno ya no puede fiarse ni de lo que sus propios ojos testifican o, lo que es lo mismo, que la naturaleza también puede inducirnos a ver visiones. A mí, al menos, nunca se me hubiese ocurrido suponer que la óptica podía acabar engañando sin el menor miramiento a quienes ignoran sus leyes.
El descubrimiento de este profesor granadino, con ser tan meritorio, desautoriza de hecho a tantos cronistas y poetas líricos como han ensalzado las bellezas del cielo granadino. Y, por extensión, de todos los cielos azules vinculados a todas las geografías posibles. Me pregunto qué va a ocurrir cuando se propague la noticia, es decir, cuando se empiecen a comparar los primorosos adjetivos usados por la poesía y las severas descalificaciones aportadas por la ciencia. Ni el cielo es lo que parece ni la luz lo que finge. A partir de ahora, el rango estético del aire no pasará de ser, en términos precisos, más que una variante ilusoria de la física. Y lo cierto es que nadie había pensado en eso desde que se inventó la literatura como método para buscar equivalencias entre lo ficticio y lo real. Lo dicho: que la inspiración ha sufrido un duro golpe gracias a las últimas averiguaciones de la óptica. Malos tiempos para la lírica.
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