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Los intelectuales

LUIS GARCÍA MONTERO

Hubo una época en la que el compromiso político marcó profundamente la obra y la vida de los trabajadores de la cultura. Así se les llamaba, así se presentaban ellos, una parte más de la clase trabajadora, ciudadanos de mono azul y tartera con el bocadillo y el libro de media mañana, que asumían sus peonadas en la Historia del Arte y caminaban por los andamios de los debates estéticos con el pico de su creatividad y la pala de su apuesta solidaria. Rafael Alberti renunció públicamente en los años treinta a la poesía burguesa, alejándose nada menos que de libros como Marinero en tierra y Sobre los ángeles, para dedicarse en cuerpo y alma a la revolución internacional. Estas decisiones extremas pueden evocarnos un mundo de sueños demasiado ingenuos, pero también nos hablan de la fuerza moral que las ideas tenían cuando la construcción del futuro estaba situada en unos arrabales optimistas, más allá de los campos de concentración, las degeneraciones y el horror de los dogmas.

El paso de los años iluminó, con la linterna minera de los grandes sucesos y de las pequeñas mezquindades cotidianas, las grietas, los desniveles, las incomodidades del edificio que se había levantado. A través de muchas generaciones, según los matices propios de cada tiempo y de cada lugar, intelectuales y políticos comprobaron que la cocina quedaba a veces demasiado lejos de la biblioteca y que las noches de lluvia y frío buscaban cristales rotos para meterse en los corazones del dormitorio. Las enfermedades del compromiso afloraron en síntomas de diversa calaña: el poco valor estético de las obras panfletarias, la escasa inclinación de los aparatos partidistas a respetar la libertad creativa y los giros abismales de la Historia, que degradan las ilusiones y las traducen en idiomas repugnantes de avaricia y miedo. Claro que tampoco ha sido muy aleccionador el comportamiento de algunos intelectuales que aprovecharon la burocracia de los partidos únicos para trepar en el silencio de las dictaduras o la variedad de ofertas democráticas para pasar de la extrema izquierda a la derecha extrema, olvidándose de su memoria por un plato televisivo o por unas subvenciones con sabor a lentejas.

La dedicación de los intelectuales a la política está marcada por las mismas virtudes y miserias que han dibujado el panorama poco gratificante de la realidad. Habrá quien piense que se trata de una relacion definitivamente fracasada. El problema es que los políticos pueden pasar de los intelectuales, pero no de la inteligencia y la cultura, y los intelectuales pueden olvidarse de los políticos, pero no de la política y de las implicaciones éticas. Para estar viva y ser útil, la cultura necesita convertirse en una reflexión ideológica sobre las formas y los lenguajes de la realidad, sobre el vocabulario y las imágenes de la vida. Un intelectual no puede renunciar a su independencia moral, pero tampoco puede encerrarse en el despacho, convirtiendo sus saberes en un ejercicio de erudición hueca. En una sociedad marcada por el culto al dinero y por el prestigio de la desigualdad, es conveniente que los tontos útiles de siempre vuelvan al tajo, con sus picos y sus palas, buscándole las vueltas a la verdad.

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