Lo que no va bien en los aeropuertos
Los trabajadores de AENA, el ente público que gestiona los aeropuertos y los sistemas de navegación aérea en España, suponen menos del 1 por mil del empleo del país. Los ingresos del mismo son del orden del 3 por mil del PIB español. Sin embargo, cuando se consideran el conjunto de las actividades industriales, comerciales, logísticas o de servicios que se desarrollan en los aeropuertos o en su entorno cercano dichas cifras son dos o tres veces mayores. Es más, la influencia, directa o indirecta, de los aeropuertos en el empleo, la producción o la renta de las ciudades o regiones a las que sirven desborda, con mucho, la significación de las magnitudes citadas. Por otra parte, el transporte aéreo es en España de una importancia estructural, incomparable a la que pueda tener en otros países europeos, muy superior al 1% que supone su aportación al PIB. Y ello por razones territoriales, orográficas, de dotación de infraestructuras terrestres, de distancia a la banana central europea y, en grado sumo, por el papel del turismo en la economía española.Desgraciadamente no han sido, durante la última legislatura, esas razones las que han informado la acción ni el discurso del ministro de Fomento, que se ha destacado en la labor de deteriorar las infraestructuras y servicios aeronáuticos a su cargo con un entusiasmo sólo superado por el puesto en el empeño de acusar de todos los males a los demás. En lo que sigue vamos a examinar, precisamente, cuáles han sido los logros más notables de la gestión aeroportuaria en el periodo 1996-2000.
El primero, sin duda, la finalización (y brillante inauguración) de una serie de obras de ampliación en distintos aeropuertos, que ya habían sido proyectadas e iniciadas los años anteriores, en algún caso incluso próximas a su conclusión, y cuya financiación estaba resuelta. Entre ellas destacan las muy importantes ampliaciones de los aeropuertos de Palma de Mallorca, Fuerteventura, Lanzarote y Bilbao.
El segundo, seguramente, llevar a buen fin la ejecución de la tercera pista del aeropuerto de Barajas y de otras obras de ampliación en el mismo. No le quita mérito a este éxito, sino todo lo contrario, por lo que supone de continuidad en la obra del Estado, el hecho de disponer de los proyectos realizados, la declaración de impacto ambiental aprobada, la financiación asegurada y el concurso de obras publicado antes del acceso del PP al Gobierno, aunque sí sean criticables los larguísimos e inexplicables meses que fueron necesarios para adjudicar una obra considerada como muy urgente.
El tercero, evidentemente, mostrar un inusitado, aunque poco conveniente, sentido de la parsimonia en un tema complicado, delicado y urgente: el proyecto del nuevo área terminal del aeropuerto de Barajas. La ampliación del campo de vuelos, con una tercera pista, reclamaba un nuevo terminal de pasajeros; en consecuencia, a primeros de 1996, la Administración socialista convocó un concurso internacional para seleccionar proyectistas. Nuevas convocatorias, una polémica y accidentada adjudicación, innumerables cambios de las ideas básicas del diseño, aumentos de costes, etcétera, han jalonado la historia del proyecto desde entonces. Por fin, cuatro años después, parece acercarse el inicio de las obras. Mucho más lento ha ido el proyecto de ampliación del terminal del aeropuerto de Tenerife Sur, sacado a concurso internacional de ideas a la vez que el de Barajas y del que nunca más se supo.
Otro logro es la meticulosa búsqueda de soluciones a la ampliación de El Prat. Aunque los problemas ambientales, la ubicación de la tercera pista y los nuevos terminales estaban siendo estudiados desde la gran ampliación de 1992, los nuevos gestores del PP no encontraron, como en el caso de Barajas, las soluciones a punto de ejecución. Dadas las dificultades, por ejemplo, para asumir los puntos de vista de los Ayuntamientos de Barcelona y El Prat y de la Generalitat, han necesitado cuatro años para adjudicar, hace unas semanas, la redacción del proyecto de la tercera pista.
A fin de ser breves y constructivos procede no ensañarse con las genialidades del señor Arias, que la realidad, tozudamente, se ha negado reconocer como tales. La solución Torrejón a los problemas de Barajas, en su día, fue una de ellas. Otra, las recientes restricciones nocturnas en el mismo aeropuerto, que no parece que resuelvan los problemas de los vecinos en vísperas electorales, pero que sí ponen en peligro los negocios de carga aérea, que han exigido enormes volúmenes de inversión (privada, por cierto). Tampoco merecen mayores comentarios incidentes como el de provocar un incendio eléctrico, con cierre incluido, en Barajas, por descoordinación de las tres unidades gestoras de distintas obras, saldado denunciando el señor ministro, sin ningún fundamento, que el aeropuerto carecía de circuitos de reserva y que era tercermundista.
Sin embargo, sí es necesario comentar algunos errores de concepto que han tenido consecuencias muy graves desde el punto de vista de la congestión y los retrasos. El más evidente ha sido la ignorancia sistemática de la posibilidad de aumentar la capacidad de tráfico por la mejora en la operación aeroportuaria en tierra o de control y confiar exclusivamente en las grandes obras. El segundo, quizá más serio, justificar por la saturación, que impide autorizar nuevos vuelos, la inevitabilidad de los retrasos de los autorizados con anterioridad. Y ello por asimilar, sin razón, el funcionamiento de las vías terrestres congestionadas, en las que no se prohíbe la entrada de vehículos adicionales, al de los aeropuertos, en los que, por razones de seguridad, alcanzado el límite de capacidad no se conceden slots y no tiene por qué producirse pérdida de calidad en los servicios.
Un ejemplo práctico de lo que se acaba de decir es el deterioro experimentado en Barajas. Aun dejando aparte situaciones anecdóticas (con categoría de permanencia), como incendios, ILS fuera de servicio en días de niebla, cambios informáticos programados el día punta del año o fallos del handling con extravíos de miles de maletas, ha habido una gestión deficiente, provocada por el error conceptual citado y la falta de cultura y experiencia aeronáuticas, cuya descripción es simple. Recién aterrizados los gestores del PP en el Ministerio de Fomento observan que en Barajas, a base de mejoras en la operación aeroportuaria en tierra y del esfuerzo y pericia de los controladores, se estaban consiguiendo más de 60 operaciones por hora (20% más de la hipotética capacidad límite, calculada de modo estático y conservador, y bastante menos de lo que en Estados Unidos se consigue con las mismas configuración y seguridad). Dado que los nuevos responsables se enfrentan, en mayo de 1996, con peticiones de nuevos slots y ganas de agradar, fuerzan un poco la cosa; se produce algún incidente y el consiguiente susto; los controladores se repliegan prudentemente, y, por fin, se llega a la conclusión de que no se pueden superar las 50 operaciones por hora. Se tardan tres años, más de 50.000 millones de pesetas en obras, millones de horas perdidas por los usuarios del aeropuerto, para alcanzar, con una nueva pista, 75 operaciones por hora.
De todos modos, aunque pueda parecer inverosímil, los mayores inconvenientes de la situación no residen en los retrasos o en la disminución de la calidad del servicio en algunos de los aeropuertos fundamentales de la red, que mantiene, por otra parte, gracias a la profesionalidad y espíritu de servicio de los trabajadores y cuadros técnicos de Aena, sus estándares de seguridad. Ni tampoco en la falta de recursos económicos, abundantes como resultado de un tráfico creciente. El mayor problema está en la inseguridad institucional, la inestabilidad de los equipos directivos, la desprofesionalización de los mismos y su sometimiento a directrices ministeriales erráticas. Causas que originan intranquilidad del personal, cambios continuos e indefinición institucional y que, si no se corrigen, antes o después acabarán trayendo mayores males.
Algún lector puede considerar exageradas las anteriores afirmaciones; ignórelas y juzgue por su cuenta tras tomar nota de la muestra, ni exhaustiva ni sesgada, de hechos que siguen. El ministro de Fomento, en menos de cuatro años, ha cambiado dos veces el Estatuto por el que se rige AENA; una de las veces para unificar los cargos de presidente del ente y de director general de Aviación Civil, la otra para suprimir e1 primero de ellos. En el mismo tiempo, el ente aeroportuario ha tenido varias estructuras organizativas distintas y, en su cúpula, dos presidentes y tres directores generales. Cargos técnicos tan estratégicos para la buena marcha del sistema, y cuyo desempeño exige experiencia y estabilidad, como son los directores de Barajas, de Navegación Aérea, de Aeropuertos y de Obras, entre otros, han sido cambiados dos o más veces. Todo ello, seguramente, para acomodarse a los trepidantes cambios en el propio ministerio: dos secretarios de Estado para las, en otro tiempo, estables infraestructuras y tres directores generales de Aviación Civil (cuatro, si se atiende a que se tardaron unos meses en sustituir al único que tuvo el ministro Borrell). Para no alarmar más de la cuenta sólo un dato adicional. Buena parte de los cuadros incorporados por el PP a AENA, con responsabilidades de tipo técnico, carecen de titulaciones aeronáuticas o de experiencia previa en el sector del transporte aéreo; tal es el caso de los actuales máximos responsables de los planes de ampliación de Barajas y El Prat o del director de Navegación Aérea, por poner sólo casos muy llamativos.
No es extraño, pues, que reine la confusión a todos los niveles y que los altos ejecutivos de AENA no sepan por dónde va a salir el señor ministro o que, para darse seguridad, confíen en docenas de consultoras, pagadas con cientos de millones de pesetas. De todos modos, peor es la incertidumbre que se ha creado en torno a un tema, que parece sólo de carácter institucional o político, pero que puede tener una trascendencia notable para el correcto funcionamiento futuro de los aeropuertos y de todo el transporte aéreo. Nos referimos a la posible privatización, de la red o de los aeropuertos aislados, o a las transferencias competenciales o de la gestión a las comunidades autónomas. Pero este tema y otros muchos que, como el futuro de Barajas, no están claros en el programa del PP ni en las confusas y contradictorias declaraciones de Arias, exigirían comentarios pormenorizados distintos del presente.
Manuel Abejón es ingeniero aeronáutico y catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid. Ha sido diputado y presidente de AENA con el PSOE
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