Ahuyentar el rebaño JOAN B. CULLA I CLARÀ
Si la Iglesia católica en general lleva dos centurias transitando por el mundo contemporáneo a regañadientes, como un gato al que arrastrasen por la cola, imbuida de una actitud defensiva y victimista, respondiendo a las grandes transformaciones económico-sociales, políticas, científicas y culturales a golpe de condena y de excomunión, su sección española constituye uno de los furgones de cola en la tardía y reticente aceptación eclesiástica de los nuevos tiempos.El retraso y la debilidad globales que en la Península sufrieron la revolución industrial, el triunfo del liberalismo y la irrupción de la democracia de masas hicieron posible la larguísima persistencia de un clero instalado en la añoranza del Antiguo Régimen con sus privilegios y dispuesto a emplear, indistintamente, el púlpito o el trabuco en la pugna por restaurarlos. Para resumirlo en una imagen, serviría ese grabado ochocentista que representa la capitulación, en agosto de 1875, de los defensores carlistas de la fortaleza de Castellciutat, junto a La Seu d'Urgell, uno de sus últimos bastiones en Cataluña; quien encabeza a la guarnición rendida ante las tropas de Martínez Camps es, nada menos, el obispo de la diócesis, Josep Caixal.
Por desgracia, la inclinación montaraz y la beligerancia política reaccionaria de buena parte de la Iglesia institucional en España -esa Iglesia que fue incapaz, en el país más homogéneamente católico de Europa, de desarrollar un catolicismo social digno de tal nombre- no fenecieron con el siglo XIX. Bien al contrario, recuperaron toda su pujanza frente al ensayo democrático y laicizador de la Segunda República, con exponentes tan conspicuos como el prelado barcelonés e inminente beato Manuel Irurita. A éste y a miles de otros eclesiásticos, el empeño de restauración católica por la vía del golpe de Estado les costó la vida, pero la Iglesia como tal salió vencedora del envite y recuperó, durante cuatro décadas, una situación de monopolio moral, de alianza entre el Altar y el Trono, de recepciones bajo palio y obispos ejerciendo de procuradores en Cortes o de comentaristas de Televisión Española (¡ah, las inefables charlas de monseñor Guerra Campos!) que resultaba ya completamente anacrónica en el mundo occidental.
Sí, es bien cierto que, hacia las postrimerías del franquismo y bajo el poderoso influjo del Concilio Vaticano II, pareció que también el episcopado católico español estaba dispuesto a desprenderse de sus privilegios políticos, a aceptar el pluralismo en materia de valores y creencias, a sustituir el anatema por el diálogo... A día de hoy, uno empieza a sospechar que eso fue un espejismo, que cuanto simbolizaban los Tarancón, Jubany y otros nombres ilustres era una ilusión óptica o, en todo caso, una frágil primavera que bien pronto se heló. Claro que, desde 1978, los vientos que proceden del Vaticano han cambiado completamente de dirección. Aun así, me pregunto cómo es posible que, en pleno año 2000, la Conferencia Episcopal Española se atreva a descalificar al conjunto de las fuerzas políticas porque éstas no han convertido en legislación civil y penal de un Estado constitucionalmente laico unas exigencias morales de la jerarquía católica que no respaldan ni el conjunto de los creyentes, ni siquiera todo el clero. Me pregunto qué enfermiza nostalgia del pasado impulsa a la cúpula de los obispos a lanzar sobre el tapete electoral la reivindicación del "verdadero matrimonio (sic), monogámico y estable", a arremeter contra el derecho al aborto con un lenguaje tan truculento ("crimen con arma blanca" o "por medio de una química letal") y tan alejado de la caridad cristiana.
¿Acaso la venta libre de anticonceptivos supone su consumo forzoso, o las leyes del divorcio y del aborto obligan a alguien a divorciarse o a abortar? ¿Tan poco confían los obispos en su autoridad y su magisterio, que quisieran reforzarlos con condenas penales para quienes osen transgredirlos, como en los tiempos del infortunado Giordano Bruno? ¿Admite el órgano episcopal que en este país existen ciudadanos adscritos a confesiones religiosas distintas de la católica, además de un número de indiferentes, de agnósticos y de ateos? ¿Y le parecería de recibo imponer coactivamente a todas esas personas las normas de un credo que no comparten, en materias tan íntimas como las relaciones de pareja o la procreación? ¿Y no creen los monseñores que es una barbaridad, mayor aún en estos tristes días, emparentar bajo una misma condena de "la violencia y la muerte" el siempre doloroso trance del aborto con la salvaje vesania del terrorismo? En fin, el mundo rebosa de injusticias, de agravios, de situaciones ulcerantes, pero nuestros mitrados parecen sufrir una fijación por todo lo que se relaciona con la entrepierna.
En otros tiempos más rudos que los actuales, exhibiciones de dogmatismo, de intolerancia, de talante retrógrado como la que ofreció la Conferencia Episcopal Española la pasada semana alimentaban un anticlericalismo violento, de garrote y tea. Felizmente, hoy en día sólo contribuyen a acentuar el alejamiento de amplios sectores sociales respecto de una estructura de poder cada vez menos creíble, que dispara tonantes salvas contra el establishment político, pero permanece arrimada a sus jugosas subvenciones.
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