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Las tres leyes del ojo público FABRICIO CAIVANO

El trasiego comunicacional entre partidos y ciudadanos ha soltado el lastre gutenbergiano y se ha instalado en una notable asimetría entre lo escrito y lo visual. Salvo algún voluntarioso militante y la minoría profesionalmente relacionada con la vida política, ya nadie acude a los programas escritos de los partidos para informarse. La pérdida de autoridad política del texto escrito probablemente sea irreversible. Su retorno sólo es imaginable si la política logra poner en su sitio a la universalizada retórica de la economía y su corte de indicadores. El pensamiento político, sustanciado en dos o tres ideales, si este término tiene hoy algún referente, parece que se lo han llevado los contables del neoliberalismo como trabajo para casa. El verbo se ha hecho número, ecuación, porcentaje. Y el ideario se ha comprimido en logotipos naturistas: pájaros, flores, arco iris y demás. Unas pocas palabras siguen adscritas, con tozudez entrañable, al patrimonio ideológico de determinadas corrientes de pensamiento político. Ley y orden, por ejemplo, remite a un imaginario político conservador; cambio parece envejecer bien entre algodones progresistas, y libertad es, como su hermana igualdad, una frívola joya de polisemia en estado puro que presta su fulgor a cualquiera. El discurso político adelgaza aún más en vísperas electorales hasta condensarse en un texto minimalista, el eslogan. En esa anorexia comunicativa parece como si hubiera una relación inversa entre densidad del pensamiento político y eficacia comunicativa: ideas breves, persuasión alta. Tiene que ver sin duda, en esta tendencia a la mínima expresión verbal, el rol activo del imperio audiovisual con su ahorrativa gramática. La vieja figura del orador, animal político de masas, es hoy rareza o incordio.Hoy el carisma de los políticos se cuece en la sopa televisiva. Las palabras son una vaga aureola del visible atractivo virtual. Un ejemplo: elecciones en Rusia, una corresponsal de televisión entrevista en Moscú a una anciana que argumenta así su voto por Vladímir Putin: "Lo he votado porque tiene la mirada de cristal". Magnífico. La apostura física de los líderes, damas o caballeros, es una exigencia del guión que puntúa por encima de la belleza intelectual. Buen tipo y buen logotipo alivian mucho la faena de la seducción. La atención pública es, pues, una ubicua virtud del ojo. Y el ojo por antonomasia es el de la cámara, auténtico panóptico de la globalidad.

Con buen ánimo podríamos formular las tres leyes de esa óptica recreativa. Primera: sólo lo que se hace visible existe. La narrativa de lo social ha cambiado. Así, hoy una manifestación de aceituneros altivos debe poner en escena algún espectáculo llamativo, disfrazarse de olivos centenarios o derramar alcuzas de aceite a lomos de borricos ante el ministerio de la cosa. Llamativo es lo capaz de llamar al ojo de la cámara. Aquel dicho atribuido a Tomás el santo, "si no lo veo no lo creo", es la pragmática actitud del espectador que ojea el estado del mundo desde su sofá, mando en mano. Ojo y dedo bastan para creer que se sabe. La política deviene representación en la que los autores reales de la obra son invisibles porque están fuera del campo escénico; la expresión poderes fácticos refiere bien esa invisibilidad, y puesta en escena, un giro que ha hecho fortuna, remite a una secuencia teatralizada de acciones-omisiones que anuncian un final previsible pero en busca de una mayor visibilidad, ergo credibilidad. En la era de la información asistimos a una devaluación de la palabra desnuda, solitaria, sin otro soporte que su dignidad sonora o la leve cicatriz de la escritura. En el ágora política una palabra genera diez mil imágenes. El exceso de imágenes insonoriza y aísla. La palabra estimula el músculo de la imaginación, esa extraña facultad humana que consiste en producir, paradójicamente, imágenes interiores. La imaginería exterior ahorra el poner palabras y sentido a lo que se ve. Su abuso empobrece y banaliza.

Segunda ley: sólo lo visible es verdadero. Lo que se ve en la pequeña pantalla acaba cobrando una verosimilitud pública, compartida e innegable: lo hemos visto todos. Para el grueso de la ciudadanía la luz de la televisión ilumina la verdad. En sentido contrario, lo no mostrado adquiere estatuto de acontecimiento menor. El criterio de verdad también es una virtud del ojo. La realidad es un caos fragmentario que se vertebra mediante su narración mediática. Ineluctable es la tercera ley: nada humanoque sea visible nos es ajeno. La visión de lo que pasa en el mundo emociona, conmueve y sacude los sentimientos. Pero la superposición de los sucesos y de sus imágenes falsea su fuerza narrativa, empalaga, confunde y aletarga.

Concluyamos seriamente. La información audiovisual es una potente escuela paralela que configura identidades personales y cimenta valores comunes. En consecuencia el predominio de lo audiovisual, un medio sin duda con infinitos aspectos positivos, debiera equilibrarse mediante un riguroso aprendizaje de sus normas, usos y abusos. En legítima defensa: una formación contra una sociedad de súbditos risueños y a favor de una ciudadanía crítica. El espectáculo instantáneo de las cosas del mundo es apasionante, pero por eso mismo inocula abulia intelectual e inhibe una razonable reflexión sobre ellas. Y el pensar pide empeño y tiempo. Un firme rescate de la política como voluntad pedagógica expresada a través de la letra y de la palabra puede prevenir, quizá, la fragmentación intelectual y moral de los ciudadanos.

Urge poner al día un nuevo pacto acerca de los aprendizajes básicos, un acuerdo social que seleccione y reorganice los saberes y valores del ciudadano instruido del siglo XXI. Las destrezas esenciales de este nuevo estilo de saber y de aprender se adquieren recorriendo un viejo y hollado itinerario formativo: saber y gustar del leer y del escribir; expresarse bien oralmente; aprender a cooperar y a convivir con los otros. Cabezas amuebladas y corazones abiertos. Luego, las tecnologías y demás ingenios de mediación entre el hombre y el mundo. Pero sólo luego, sostenidos por esas destrezas fundacionales de la inteligencia y la sensibilidad humanas. De esa micropedagogía cotidiana podría surgir un ciudadano fuerte, capaz de habitar en una red de artefactos, en un paisaje de imágenes, de encantamientos y de sombras, sin extraviarse en sus laberintos, sin desoír su propia voz interior, sin tomar molinos por gigantes. El ciudadano verdadero.

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