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Tribuna:
Tribuna
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La utopía incesante

La izquierda anda inquieta, o si prefieren, indagadora. Me explico... Hasta hace no mucho, ser de izquierdas resultaba relativamente desahogado. Por lo común, equivalía a pensar estas dos cosas: uno, que las políticas socialdemócratas eran más eficientes y justas que las inspiradas en el juego libre del mercado. Dos, que el genotipo del capitalismo llevaba inscrita la fórmula de su propia destrucción, o si esto suena demasiado teatral, de su conversión a fórmulas mixtas y crecientemente sujetas a la intervención de los gobiernos democráticos. Así, sobre el papel y antes de entrar en detalles, resulta preciso admitir que ninguna de estas dos creencias era inverosímil. Si consultamos las curvas de crecimiento económico durante los cincuenta, sesenta y setenta, caemos inmediatamente en la cuenta del magnífico rendimiento que estaba dando Europa con relación a los Estados Unidos. Todavía a principios de los ochenta Mancur Olson publica un libro, The Rise and Fall of Nations, en que se intenta analizar este éxito histórico. Olson era un liberal clásico, y en ningún momento imputa el rezago americano y el correlativo éxito europeo a la superioridad de las economías intervenidas sobre las no intervenidas. Su interpretación va por otro lado: según Olson, la guerra había logrado romper la trabazón de los grupos de interés tradicionales en naciones como Francia y Alemania, imprimiendo a los sistemas respectivos un dinamismo mayor que el imperante en los EEUU. Pero, en fin, da igual. El caso es que Europa marchaba excelentemente bien, y que, pese a señales que a trasmano juzgamos inequívocas, aún no se había hecho desesperado el intento de considerar viable el experimento comunista. Rotos sin embargo los dos estribos en que la izquierda tenía apoyados los pies, quiero decir, la eficiencia de las políticas socialdemócratas y la complicidad de la historia, nos encontramos con que ya no se puede decir lo mismo que antes, o al menos, que hay que embutir los anhelos antiguos en un envase nuevo. Para conocer el paño, basta una muestra. Les reproduzco a continuación un pasaje crucial de la entrevista que en el finibusterre del segundo milenio, esto es, a finales de diciembre pasado, concedió Erik Hobsbawm a la revista Der Spiegel (27-12-1999):Spiegel: La democracia liberal y la economía de mercado se han convertido indudablemente en referentes de validez universal.

Hobsbawm: Sería más apropiado para el capitalismo olvidarse del cadáver del comunismo soviético, y fijar más la atención en las propias carencias. La dificultad principal con la democracia y el mercado consiste, en mi opinión, en que los dos son incompatibles a largo plazo.

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Hobsbawm: La democracia se basa en el concepto de ciudadano; el mercado, en el de cliente. Pero únicamente como ciudadano asume el hombre responsabilidades colectivas, aunque sólo sea de tarde en tarde y con ocasión de actos simbólicos. Verbigracia, una votación.

Por supuesto Hobsbawm, un marxista afligido e ilustre, no representa a toda la izquierda. Sobre todo, no tengo por característico de la izquierda políticamente activa la recusación frontal que hace Hobsbawm del mercado. Lo importante, sin embargo, no es esto, sino el aire general del argumento. Éste se reduce, en esencia, a una exhortación voluntarista y moralizante a adoptar modelos de convivencia inspirados en la naturaleza social y participativa del hombre. Un estudioso que hubiera sido hibernado tres décadas atrás y cuya primera lectura, una vez recuperada la conciencia, fueran las líneas que acabo de transcribir, no pensaría estar asistiendo al testimonio de un marxista fetén sino al de un nostálgico del republicanismo en su acepción castiza: aquélla según la cual el mejor modo de vida es la movilización permanente del ciudadano en pos del bien común. Recelo que, en lo último, Hobsbawm no camina en absoluto solo. Tengo la sensación de que la consigna republicanista es el arma más flamante que obra en manos de la izquierda intelectual, luego de los reveses padecidos en los últimos años. Es urgente, por tanto, preguntarse si esta arma tiene el filo cortante o constituye sólo un episodio pasajero dentro de una transformación de la izquierda más profunda y enderezada hacia estereotipos ahora difíciles de imaginar. Me inclino... a pensar lo segundo. Malicio, esto es, que lo del republicanismo no va a colar. Para el diagnóstico, acumulo tres razones:

1.Lo que imprime un carácter "individualista" al mercado es el hecho de que una transacción económica integra un intercambio voluntario entre las dos partes contratantes. Estas dos partes acuerdan lo que fuere, y por ser el acuerdo voluntario, lo acuerdan unánimemente. Pero la unanimidad se detiene aquí: los protagonistas del contrato no se hallan constreñidos, en principio, por la sanción del resto de la comunidad. Salvo en aquellos aspectos, por supuesto, que fija la ley.

En las acciones colectivas, por contra, el sujeto subordina su voluntad a lo que resulte de un procedimiento decisorio en que toman parte todos sus compañeros de grupo. Ello envuelve, por definición, costes importantes para el individuo suelto, o por expresarlo en términos más plásticos, para el individuo exento. Reparen, por ejemplo, en los impuestos sobre la renta. Un Parlamento que vota unos impuestos altos está restando a los ciudadanos más pudientes parte de su propiedad o del fruto de su trabajo. Ello es así aunque el Parlamento haya sido elegido por sufragio universal y conforme a reglas impecablemente democráticas. El liberal es extremadamente reticente, por lo común, a la expropiación parcial del individuo en nombre de la mayoría, y tiende a considerar legítimas sólo aquellas acciones colectivas que permiten prosperar a todos y cada uno de los ciudadanos. En consecuencia, propone que el Estado sea pequeño, entiéndase, que se ocupe sólo de las pocas cuestiones en torno a las cuales el consenso es absoluto o casi absoluto. Éste es uno de los puntos, por cierto, sobre los que más ha insistido Hayek.

2.La respuesta socialista a la posición liberal es bífida. De un lado, se nos intenta convencer de que el individuo de carne y hueso, el que es como es y ocupa sus tardes en seguir la Liga o hacer bricolaje en casa, se verá tanto más mejorado cuanto más repose en la acción colectiva, encarnada por el Estado. En este plano, el diálogo entre liberales y socialistas debería ser perfectamente fluido. Ambos están hablando de lo mismo, y ambos disponen de una copiosa evidencia acumulada contra la que medir sus respectivas posturas. ¿Qué se desprende de la evidencia? Me parece que la evidencia... pondría al socialista en aprietos. La discusión se ve con frecuencia distorsionada por sospechas teatrales sobre el desmantelamiento o no del Estado de bienestar. Pero éste se me antoja un falso señuelo. En mi opinión -y las cifras la avalan- no existe el menor peligro de que el Estado de bienestar sea desmantelado. La cuestión no es ésa, sino más bien la de determinar si una expansión indefinida del Estado, esto es, una intervención creciente del Estado en el área discrecional del individuo, aumentaría o no el bienestar y la libertad de los ciudadanos. Y todo apunta a que pintan bastos. Dejemos de lado el contencioso de la economía, harto trillado, y tomemos el de la libertad. Y dejemos de especular sobre cuestiones generales y concentrémonos en nuestro país. Tenemos un caso clarísimo: el de la televisión pública. Ni en la etapa socialista ni en la popular ha servido la televisión para transmitir opinión neutral. Sistemáticamente, la televisión mal llamada "pública" ha sido utilizada en beneficio del Gobierno de turno. Ante estos datos innegables, resulta forzoso reconocer que lo único que protege al ciudadano de una manipulación sistemática desde el poder es que se ha roto el monopolio informativo del Estado. O lo que es lo mismo, que existen cadenas y periódicos que compiten entre sí en un mercado -¡ay!- todavía imperfectamente abierto.

3.Podrían alegarse otros muchos ejemplos. Sumados todos, obtenemos un veredicto ingrato para el socialista de corazón: aunque varias de las socializaciones acumuladas a lo largo de los últimos decenios constituyen un patrimonio difícilmente reversible por métodos democráticos, no parece que la socialización, tomada a bulto, pueda ir a más sin mengua de la autonomía individual. Los méritos de la acción colectiva son limitados, y apenas se estira el invento allende lo razonable descubrimos que aquélla corre el albur de convertirse en un mecanismo de opresión del individuo exento. Lo último, dicho en plata, equivale a afirmar que el socialista de corazón se ha quedado sin programa. Pero le queda todavía el otro brazo de su lengua bífida: el utópico. La palabra "utopía" es ambigua. Puede designar una loable resistencia a aceptar resignadamente males evidentes. Pero puede reflejar también la actitud que célebremente sorprendió a Boswell en Rousseau, cuando éste le espetó en su primer encuentro: "Monsieur, no me interesa la realidad". Un hombre que, sin experiencias ya ensayadas en que apoyarse, decidiera exaltar la dimensión universal del ciudadano y su conexión orgánica con el resto de sus semejantes, sería absolutamente digno de atención. Pero opino que, con permiso de Hobsbawm, tenemos la obligación de no echar en saco roto lo que nos ha enseñado el siglo XX, sobre el que él ha sido el primero en escribir páginas horrorizadas y admirables. Y las lecciones del siglo son dos, de distinta escala pero ambas significativas. Primero, que la búsqueda de modelos organicistas, ya de carácter nacionalista, ya comunista, ha dejado la tierra sembrada de cadáveres. Segundo, que los modelos de participación democrática, aunque insustituibles, no impiden la explotación del individuo, y deben ser sujetos a una vigilancia estricta. En parejo sentido, la insistencia del liberal en restringir su atención a la unidad insoslayable que es el individuo exento se me antoja más bien saludable.

Tales son los motivos que me conducen a estimar que la reivindicación utópica del ciudadano es sólo un episodio dentro de la búsqueda por la izquierda de una nueva identidad. La izquierda no se halla de ningún modo acabada. Pero, lo mismo que el protagonista flaubertiano de La educación sentimental, está inquiriendo posturas todavía fugaces frente al espejo de la historia. De aquí a que las encuentre puede dar la tierra muchas vueltas.

Álvaro Delgado-Gal es escritor y director de la revista Libros.

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