Un público para el ensayo
¿Qué fue del lector de Josep Pla? Esa es la pregunta que se hacía recientemente Francesc Marc Alvaro en un diario de Barcelona. Cuando se asegura que el ensayo como género vuelve a gozar del favor del público, la cuestión parece de lo más pertinente. Tanto es así que incluso podríamos extenderla al otro gran ensayista de nuestra literatura: ¿dónde están los lectores de Joan Fuster? Al fin y al cabo, Pla y Fuster se supieron unidos por sus patentes diferencias. Y consiguieron hacerse leer (¿para qué sirve un escritor sin lectores?).El de Palafrugell supo conectar con un público de clase media y ciertos intereses culturales que acabó identificándose con el particular yo literario del autor de El quadern gris. El de Sueca, por su parte, cultivó otra línea ensayística igualmente brillante, menos notarial y más especulativa. Entre el fragor de la revulsiva significación política de algunos de sus escritos, también Fuster terminó por imponer su yo explícito como crisol de varias generaciones de lectores selectos.
En estos momentos, y por diferentes motivos, se pugna -aunque en frentes desiguales- por mantener la vigencia del yo literario de Pla y del yo político de Fuster, pero la pregunta continua siendo dónde estan los lectores de ambos. Los lectores estrictos, por usar un adjetivo tan fusteriano: los que valoraban, más allá de las identificaciones ideológicas contingentes, la decidida doble apuesta por un modelo literario vigoroso y válido para la prosa especulativa de "no ficción" (sic). Me tendrán que demostrar que esa masa lectora aún existe porque -y he aquí lo importante- todavía hay autores dispuestos a proporcionar por ese lado un material homologable al de los dos grandes autores de nuestra prosa moderna.
Punto y aparte. Es verdad que el ensayo siempre ha sido un género problemático. Lo que no es ni poesía ni narrativa ni teatro, por una parte. Por otra, un espacio discursivo permanentemente distorsionado por las "necesidades curriculares" (vamos a usar este eufemismo) de los oficiantes de las ahora llamadas ciencias humanas. Es así como la noble genealogía de la literatura de ideas (la que Pla leyó en Nietzsche y en Voltaire, Fuster en Eugeni d"Ors y en Bertrand Russell y todos en papá Montaigne) ha sufrido casi permanentemente en nuestros días una precaria operación gato por liebre producto de la maleabilidad del género.
Todo eso, creo yo, al final no contribuye más que a esa situación que Xavier Bru de Sala resumía en su penetrante panfleto cultural El descrèdit de la literatura. Para Bru el principal motivo de que el público de élite haya desertado de la literatura catalana se encuentra en la incapacidad congénita de esta para ofrecer a su sociedad "libros que nos lean", coetánea a la enervante tragedia cotidiana de que "la obra de sus escritores desaparezca definitivamente con su muerte". Es en la ficción (desangrada sin final aparente por esa metástasis bienintencionada llamada "novela histórica") donde este autor encuentra el ejemplo más palmario del problema, pero otro tanto se podría añadir a ciencia cierta sobre el ensayo. Naturalmente, la reiteración de los síntomas ha llevado al señor Bru, como a mí mismo o a cualquier otro escritor que decida contrastar sus teorías con la práctica, a circular por la calle de enmedio: como no encuentro el libro que postulo, lo escribo yo. Bien está, pero no es suficiente.
Al hilo de estas reflexiones, la lectura de dos títulos muy recientes (lo que ahora se llama "novedades") ha venido a confirmarme parcialmente algunos de los aspectos tratados aquí. Se trata de Paraules, idees i accions, de Guillem Calaforra (Institut Interuniversitari de Filologia Valenciana) y Dislocacions, de Ferran Sáez (Editorial 3i4).
La obra del joven Calaforra (subtitulada Reflexions sociològiques per a lingüistes) es ciertamente de una excelencia notoria, pero no deja de ser curioso que nazca envuelta por su propio autor en una serie de cautelas de carácter invariablemente -aunque no sólo- genérico. Ya su propio subtítulo resulta sospechoso, con esa sociología en cuarentena. Luego, en la introducción de la obra, Calaforra se cala más profundamente su gorro defensivo: barrunta que los sociólogos le acusarán de "hablar sin rigor de cosas importantes", en oposición al inveterado hábito gremial de "hablar con rigor de cosas triviales". De hecho, el libro que comentamos es una recopilación de artículos de investigación donde, si bien se adivina perfectamente el fuste ensayístico del autor, se hecha en falta también una mayor distancia literal con eso que el mismo denomina "el tono hierático del informe académico", frente al cual admite asumir "las servidumbres de la prosa divagatoria". En realidad, diría que se queda con un pie a cada costado. Y es una verdadera lástima. Hay páginas en este libro que merecerían obtener la atención de un público mayor que el que quizá postula implícitamente el carácter "especializado" de la colección. Singularmente, debería ser de lectura obligatoria en este país (o comunidad, o reino o -mucho mejor- patio de vecinos) el capítulo dedicado a la recuperación de El pensamiento cautivo (París, 1953), del premio Nobel Czeslaw Milosz.
En mi opinión, Calaforra debería decidirse. O se abandona definitivamente a la literatura de ideas -que, naturalmente, es un género literario- o se rinde con armas y bagajes a la lógica académica (muy respetable cuando da frutos al margen de la ramplonería curricular). El lector modelo de su pensamiento "no cautivo" se lo agradecería.
El otro título al que aludía es Dislocacions, el último premio Joan Fuster de los Octubre. Se intuye en su autor la desenvoltura del polemista nato, un animal dialógico de mucho mérito y cuidado. También su obra roza el verdadero ensayo (y disculpen por la rotundidad de los adjetivos) pero acaba flotando entre las dos aguas del naufragio de su propia lógica de filósofo militante en los principios elementales de la disciplina. Dislocacions es una interesantísima elucubración sobre los motivos del fracaso del proyecto ilustrado. Sus razones merecen ser reflexionadas con atención. Pero vamos al caso. Al hilo de la argumentación, Sáez se ocupa de separar lo que llama "prosa poética de ideas" (que abarcaría desde Nietzsche y Cioran a Barthes o Fuster, por ejemplo) de la filosofía tout court, lamentando -eso sí- que esta última no haya sido capaz de encajar en su seno a la primera. Otra vez a vueltas con el "ensayismo" y su, al parecer, terrible amenaza...
Hay que concluir. Soy de los que añoran el ensayo/ensayo, ese "hablar con rigor de cosas importantes", pero no con rigor mortis. Y con humor, con dudas (muchas más dudas que certezas, me temo), con libertad y sin prejuicios, señores. Pensamiento libre, sí. De hecho, la literatura también es eso. Y hay un sector de público en este país, presuntamente huérfano, que lo está demandando otra vez.
Joan Garí es escritor.
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