Después del año milagroso
España prepara los Juegos de Sydney con la intención de confirmar su excelente momento deportivo
Hasta Barcelona 92, los Juegos Olímpicos eran el terreno ideal para vocear mitos falsos -el español como una especie de tullido ambulante- y para recrearse en los brotes de aquellos que se negaban a aceptar la mediocridad general. Gente como Joaquín Blume, Manolo Santana, Santiago Esteva, Mari Paz Corominas, Manuel Orantes o Severiano Ballesteros surgieron del erial y merecieron la admiración de todo el país. Eran un espejo donde mirarse, pero no se daban las condiciones para seguir su ejemplo. Barcelona 92 tuvo un efecto singular sobre nuestro país en todos los aspectos. Por vez primera, España pensó en sí misma como un país moderno, capaz frente a los desafíos, libre de prejuicios. El éxito en la organización y en los resultados cambió el criterio de una nación. Aquellas 22 medallas, impensables antes de los Juegos, fueron el producto de un trabajo bien organizado, con planes de gran calado en todo el deporte. El ADO fue fundamental en la cosecha de medallas, pero también fue decisivo el distanciamiento de las nuevas generaciones con el fatalismo anterior. España comenzó a crear un nuevo modelo de deportista que se consagró en Atlanta 96 (17 medallas) y que ha crecido hasta el pasado año, annus mirabilis que ha situado a nuestro deporte en el sexto lugar del mundo, según La Gazzetta dello Sport.En estos días se ve a España en las antípodas del decaído país que acudía como víctima a las grandes citas. Por instalaciones, por clima, por voluntad, por capacidad frente a los retos, España ha irrumpido como la California de Europa. Todas las bases están puestas. Desde los principales organismos deportivos, se apunta como razonable un margen de medallas situado entre las 22 de Barcelona y las 17 de Atlanta. Y no hay ruptura entre generaciones. Entre Estiarte o Cacho, héroes en Barcelona, y jóvenes como el gimnasta Gervasio Defer cabe todo nuestro deporte, rebosante de salud por lo que parece.
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