Letras y deseos en el umbral del milenio LLUÍS IZQUIERDO
Sabía que el gran escritor era grande; casi tanto como el gran crítico que era casi tan grande como él: era una época en la que todos eran grandes. Principalmente, cuando escribían. Pero sobre todo cuando publicaban. Los más grandes, de todas maneras, no publicaban en cualquier sitio, sino en el sitio adecuado -en el más idóneo, decían, como si no bastara simplemente el idóneo-, y punto. Punto para ellos, claro, que eran idóneos para escribir en el lugar idóneo.Algún lector hubo que disentía, por partidario sin duda de la tradición oral, ese boca a boca de la palabra que se empeña en mantener y rumorear que la literatura existe. Pero nadie la descubrió. Era sólo un rumor, y su vasta empresa no bastaba para dar con el nombre, mucho menos con la persona que, sin duda, no existía; pues en tal caso, su firma (¿pero los rumores firman?) habría dejado su huella al pie de algún lugar ni siquiera idóneo. El rumor, falacias patéticas aparte, era un deslenguado, un paria, el hosco virus del resentimiento. Nunca me lo presentaron, pero apestaba. Pretendía decir la verdad, según dijeron los que ya la sabían o la callaban. Tal vez no deberían presumir tanto, pues la verdad no es una realidad virtual siquiera. Como mucho, se parece a la literatura. Pero alguien dijo que se le atascaba en la boca como un engrudo; otro, mirando al interrogador -al enviado especial, al defensor del suelo, al registrador de su sociedad-, declaró que era la página perdida de un escribiente anónimo; finalmente, un cazador furtivo la escenificó muda -pues no hablaba, era sólo furtivo- con unos podridos hongos foliáceos que poblaban su boca. Sólo cabía extraerla desde el fondo intestinal de semejante vegetación selvática, pero su hedor era letal. Ahuyenté su influjo gracias a una máscara nipona antiácida que pude mercarme en los muelles canallas del sur.
Largo tiempo anduve extraviado por una ciudad que, como dijo mi admirado amigo Carlos, no importaba -tampoco era un caso desesperante- haber pisado. Contemplé sus cúpulas y admiré el recato de sus calles, la taracea de una nomenclatura que intentaba abrirse paso en el dédalo de la memoria. El organillo callejero lo había substituído un piano narrativo; las vidas eran cada vez menos privadas, pero no cesaban de acumular prodigios, Aribau seguía escribiendo en la misma calle, y la lengua prohibida de los padres -ya serían bisabuelos- adoptaba un estilo de preeminencia procelosamente germánico. El más reciente de los museos, en el umbral cero del milenio, presentaba una muestra esférica, rotunda como la afición nacional más acrisolada.
Aún olía a Salmerón el Carrer Gran de Gràcia, y me asomé al Mundial -el cine de mis santos y santas preferidas- con el propósito de descubrir a Susana y Daniel, invictos frente a los leones. Juanito Marés me apostrofó implacable: "No te me pongas bíblico, todo son aventis". Tal advertencia caracterizaba el gran estilo de un escritor de un escritor, pero además había ido descubriendo otros varios, y eso siempre es mejor que el sólo uno. En cuanto a los patricis americans que por aquí no cesaban -algo menos felices, a decir verdad- de circular, el arcángel Gabriel de la poesía ya los había representado (Oh Borges, Lowell) con aquella ironía suya, dramáticamente interrumpida.
Los arquitectos proseguían con sus delicadas sintaxis, bordaban plazuelas ensimismadas, tejían la respiración aún posible del callejeo mediante peatonales descubrimientos insólitos que inundaban al instante las mesitas de bares insaciables y las barras de poderosos frontones vascos. Un palacio virreinal -pero no era en México- albergaba la odisea creativa de un arquitecto de cuyas polifonías daba muestra la representación de su rostro pentadimensional.
Los nombres no existían, los apellidos eran lo importante y, sobre todo, las marcas sobre las cosas. Más que un mundo objetivo, era un mundo objetual el que se ofrecía a la vista... y a los bolsillos. Se advertía en la ciudad que el cero se adelantaba al uno y que el milenio no podía esperar: Espinàs dixit.
Como dioses al menudeo, lo decisivo -bien lo anticipó un poeta- era gastar. No daba con el gran escritor, pero circulaba por una escritura tan varia como beligerante, musical y áspera a la vez, inconfundible. Debía de ser mi ciudad, con distintos tonos y divergentes sentidos, enemiga de la uniformidad y abierta a los cuatro vientos del espíritu, persistente en su lengua y tan amiga de las obras, sobre todo de la huna apocopada, de la una por lo demás no tan libre aunque sí bastante grande. Expuesto al timpo sin remisión ("Ya ha nacido un nuevo cero/ que tendrá su devoción/ un ente de acción tan huero/ como un ente de razón"), me consolé pensando que sólo era un año más, que pasarían unas horas, unos minutos y el inasible paso hacia un milenio lógicamente menos indigno, dadas las facilidades que para ello ofrecía el anterior.
De modo que la decisión, una vez más, no podía ser otra: desear a todos, amigos y corteses enemigos (con los otros no hay manera), el mejor devenir posible, aspirar a una cultura dialogante y a una lealtad comprometida entre contrarios, y estar dispuestos a celebrar cualquier belén, sin armarlo. Una voz entrañable me susurró: "Ei, si pot ser". Y desde una década final que había engullido a algunos de los mejores (ese conjunto era el escritor que ya nunca volvería a encontrar), otra voz me invitaba a "las tranquilas horas de la noche, cuando el tiempo convida a los estudios nobles". Y me reconvenía, al recordar que "el placer del pensamiento abstracto es lo mismo que todos los placeres: reino de juventud". Pero ya "no somos lo que éramos y el dinero, esa, la más pura imaginación, brilla a través del alba de su creación". Así enlazaba a Byron con el asfalto próximo, en tal vez la mejor cita para los póstumos del poeta, y pretendía resolver la incógnita del GEI (gran escritor ignorado) con una salutación bien humana: "Píos deseos al empezar el año".
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