LA CRÓNICA Aromas de Milán AGUSTÍ FANCELLI
Es cierto, las ciudades se parecen, cada vez más. En Milán, en la Via Torino, junto al Duomo, hay una tienda Camper igual que las de Barcelona y de tantos otros lugares. En la plaza de la catedral han surgido estatuas vivientes como las de La Rambla, y grupos suramericanos como los que actúan en la plaza de Catalunya tocan música andina con quenas y charangos. En la galería Vittorio Emmanuele una hamburguesería americana ofrece los mismos bocadillos de pan de mijo que encuentras en todas las ciudades del mundo. Miras las tiendas de ropa y ves básicamente marcas conocidas. Incluso los maniquíes de piel cobriza de las lencerías son idénticos a los que se exhiben en la calle del Mar de Badalona. Es cierto, las ciudades cada vez se parecen más.Pero la globalización es básicamente un hecho visual. Los sonidos, olores y sabores plantan todavía cara a la colonización. Las vocales abiertas milanesas, que tanto se parecen a las catalanas, siguen en buena forma. El italiano, como nuestras lenguas, se puebla día a día de términos anglosajones, pero el acento sigue resistiéndose heroicamente a las terminaciones en consonante, como si las palabras no pudieran salir de escena sin el impulso de una vocal. Así, la tienda de discos Virgin, a un lado de la plaza del Duomo, suena a virginne, con dos enes muy apoyadas y un indefinible sonido neutro de despedida que por momentos la convierte en una virgen, en la madonnina dorada y solitaria encaramada a la aguja de la catedral. Es cierto que, para dar réplica a Virgin, la casa Ricordi, al otro lado de la plaza, ha tenido que convertirse en un megastore, pero sigue llevando muy alto el apellido de Tito I (1811-1888), Giulio (1840-1912) y Tito II (1865-1933), a quienes el melodrama italiano, de Rossini a Puccini, pasando por Verdi, gran amigo de Giulio, debe su difusión mundial. De ese mismo lado de la plaza está también una magnífica librería Feltrinelli. Por cierto, acaba de aparecer Feltrinelli Senior, de Carlo Feltrinelli, memoria familiar del mítico Giangiacomo, el editor rojo que publicó a Tommasi di Lampedusa y a Giorgio Bassani antes de que el artefacto explosivo que, al parecer, manipulaba en 1972 se lo llevara por delante.
Luego están los bares. Il Camparino, célebre por sus negroni, ha cambiado de nombre. Por suerte, todavía no de nacionalidad. Ahora se llama como una conocida marca de amaretto. Pero lleve el nombre que lleve, un bar italiano sólo huele a bar italiano, y no a bar francés o portugués. Es difícil decir de dónde procede ese olor intransferible. Probablemente de la suave capa de crema que recubre el café en la taza y que se obtiene manteniendo la temperatura del agua de la cafetera a unos niveles civilizados para que no cruce a la velocidad del rayo el polvo del grano bien presionado en el filtro. Ese aroma se mezcla al del cacao a disposición del cliente para espolvorear la espuma del cappuccino y, por supuesto, a la fragancia de la grappa llegada de los montes friulanos.
Pero es sobre todo en los sabores donde las identidades nacionales se muestran reacias a la globalización. En la Trattoria Milanese de la Via Santa Marta, una de las más antiguas de la ciudad, el risotto siempre se sirve recién hecho. Caldo de médula, abundante azafrán y queso de Parma a discreción. Qué sencillo, en apariencia. Pero como ése no consigues hacerlo en casa. La difusa medida al dente adquiere allí la precisión concreta de la barra de platino iridiado: una cuestión milimétrica. Luego te sirven unos mondeghili, palabra milanesa derivada de la larga dominación española: unas albóndigas de carne, salame y queso rebozadas y fritas. El zabaglione al marsala es también un sabor único. Y para sentirte en armonía completa con el mundo no hace falta que recurras al encopetado Brunello di Montalcino, el vino que Óscar Tusquets ofrece a Aznar para ampliarle los horizontes de la Ribera del Duero: un Dolcetto d"Alba puede bastar.
Al salir oyes un tranvía frenando en la parada con un chirrido largo. Caes entonces en la cuenta de que Milán, como Helsinki, Ginebra o Lisboa, forma parte de ese selecto grupo de ciudades europeas que aún tienen tranvías en sus calles y que ya nunca dejarán de tenerlos, en vista de la alta consideración ecológica de que goza hoy este medio de transporte. Y piensas con melancolía que Barcelona habría podido también estar entre esas ciudades diferentes, a poco que nuestra compulsión por cambiar las cosas hubiera sabido detenerse a tiempo.
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