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El diputado Manuel Alcaraz

JOSÉ RAMÓN GINER

El abandono de la actividad política por parte de Manolo Alcaraz es una de esas noticias que uno recibe con pesar. No anda la política sobrada de personas con el sentido común, la voluntad, la dedicación y la responsabilidad de la que Alcaraz ha hecho gala durante estos años pasados. Su hueco, me temo, va a resultar difícil de cubrir por más que él, con la diplomacia y el buen talante que le caracteriza repita una y otra vez, durante estos días, que no existirán dificultades.

Decía Auden que basta mirar a los ojos de un hombre para saber si lo que está haciendo es su vocación. En el caso de Manolo Alcaraz, las pocas veces que he hablado con él, he encontrado la afirmación completamente justificada. En sus ojos, he percibido una confianza firme, muy dispuesta, matizada, si acaso, con un contrapunto de sorna. En conjunto, transmitía la impresión de ser un hombre que se lo está pasando muy bien con su trabajo, que disfruta con él. Esto siempre me ha parecido una singularidad, pues si reparan ustedes en los ojos de nuestros políticos, observarán que la mayoría presentan una mirada fatigada, huidiza, enfebrecida por el desvelo del poder.

Durante estos años, en el Parlamento, Alcaraz ha sido un trabajador incansable, un hombre que leía cada mañana, de principio a fin, los periódicos de su tierra para extraer de ellos las cuestiones con las que más tarde martirizaría al Gobierno. Sin renunciar a su ideología, ha sabido ser el representante de todos los alicantinos. No ha habido asunto medianamente importante que, afectando a esta provincia, no haya merecido su atención. Ha preguntado sobre la contaminación del río Segura, sobre la masificación de Fontcalent, los problemas de la Oficina de Extranjeros, el soterramiento de las vías del ferrocarril, las empresas de trabajo temporal y varias decenas más de cuestiones que alargarían en exceso esta redacción. Yo me atrevería a decir que gracias a Manolo Alcaraz, los alicantinos sabemos hoy un poco más de nuestras cosas, tenemos una mayor conciencia de ellas y, desde luego, nos hemos enterado de algunas de las fantasías que el señor Zaplana y sus consejeros contaban aquí como ya realizadas.

Si del trabajo de Alcaraz hubiera que destacar alguna virtud, yo hablaría del respeto, del enorme respeto que este hombre ha tenido por los ciudadanos. En todo momento se ha sabido elegido por sus votos y ha aceptado la obligación que tenía para con ellos. Esto, que parece tan natural, tan lógico, resulta inaudito en un político de hoy. A menudo, quienes escribimos en los diarios, nos quejamos de nuestros representantes y tenemos palabras de reproche para su conducta. Ciertamente, la mayoría ha convertido su profesión en una actividad al margen de los ciudadanos, a los que sólo se recurre en el momento de las votaciones. El divorcio entre la política y la sociedad es tremendo y no hace más que ahondarse cada día. El político actual siente que se debe a su partido y no a los ciudadanos. La consecuencia de esta actitud es el descrédito de la democracia, la desvalorización de la política. Afortunadamente, actitudes como las de Manolo Alcaraz -tan escasas, por desgracia- ayudan a mantener la esperanza.

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