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El puente de la Constitución

La Constitución es, y debe ser, el puente entre la legalidad y la legitimidad, entre el derecho y la justicia, incluso -en otro orden de cosas y con otro lenguaje- entre la realidad y la idealidad. ¡Que no nos falte, pues, nunca este buen puente! ¡Que lo celebremos y lo recordemos siempre! Se trata, en nuestro caso, de un puente amplio, sólido, no perfecto desde luego, pero, a pesar de todo, bastante bien construido. Fueron necesarios largos esfuerzos, duros trabajos en el pasado para al fin tenerlo y, ahora -pero de otro carácter-, para mantenerlo abierto.Los grandes, viejos, poderes de la dictadura, y sus ulteriores acólitos, no lo querían. Habían destruido a sangre y fuego otro que había en los años treinta y desde entonces habían pretendido borrar toda memoria de él suprimiendo incluso los nombres de aquellas calles y plazas de la Constitución que habían existido antes. Cegaron por la fuerza aquella comunicación entre lo que el pueblo consideraba justo y lo que el poder antidemocrático proclamaba y aplicaba como derecho. Se echó abajo el puente que unía y se levantó en su lugar un muro que ahogaba y aislaba. Así hasta 1976-1978, pero siempre, desde el principio, con plurales resistencias y luchas democráticas frente a esa tan negativa y opresiva situación.

Tierra de frontera, zona de mediación, la Constitución es ya, sin más, desde luego, plena legalidad, derecho positivo, norma jurídica, precisamente la norma básica y fundamental del concreto ordenamiento (diferenciada, de todos modos, de la keiseniana Grundnorm, norma presupuesta y no puesta, no positiva). Pero, a su vez, es en ella, en la legalidad constitucional, donde se asegura y se garantiza de manera más inmediata y directa el mayor y mejor depósito de legitimidad: es decir, de valores éticos, origen de derechos y libertades, que tendrán que ser desarrollados y hechos realidad -y consiguientemente que no podrán ser de ningún modo violados o incumplidos- por las disposiciones del poder legislativo, por las decisiones del poder judicial, por las actuaciones del poder ejecutivo. En la legalidad constitucional radica, pues, el más decisivo impulso para la efectiva realización y la eficaz protección de los valores y derechos componentes de esa legitimidad que la sociedad, representada por el poder constituyente, ha determinado propugnar en y a través de la Constitución.

Me parecen, como se ve, mucho más atendibles y fructíferas las razones que llevan a priorizar y destacar en la Constitución la idea de avance y estímulo positivo de derechos y libertades, especialmente para aquellos que menos tienen, y no tanto la negativa de límite o coto a los mismos, aunque por supuesto que ambas dimensiones están siempre presentes en ella y en todo el ordenamiento jurídico. La Constitución, además, no es -y no puede ser- un campo cerrado y acabado de una vez por todas: no es, por lo tanto, la ley inmutable y eterna de los iusnaturalistas de otrora o de hoy que parecen querer identificarla y reducirla al dogmático orden (desorden) natural del mercado, incluso del mercado de valores. La Constitución, el puente, es algo que ha de estar siempre abierto a la sociedad de la que procede, a sus problemas y aspiraciones, al juicio de la moral crítica y de la moral social, a razones de legitimidad, a las exigencias de la justicia; desde ahí se expresará institucionalmente en la legalidad, en el derecho y, en ese marco, también después en el trabajo de los operadores jurídicos, de los profesionales, de los jueces. Y, llegado el caso, no se olvide, la Constitución misma puede ser revisada y reformada por los procedimientos muy cualificados que en ella son establecidos. La raíz de todo, de la legalidad y la legitimidad, del llamado "núcleo duro" de los derechos, es, pues -a mi juicio-, el valor de la libertad, de la autonomía moral individual, que está en la base de tales procesos en los que todos deberán realmente participar: se trata, a mi juicio, de una necesaria doble participación, en decisiones y en resultados, a fin de hacer efectiva y universal tal libertad.

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En todo este complejo entramado jurídico-político el primer y principal interprete de la Constitución es el propio legislador, en esa su esencial, insustituible, tarea de hacer posible el Estado de derecho en cuanto "imperio de la ley como expresión de la voluntad popular" (así reza, como es sabido, el preámbulo de la nuestra). A partir de ahí, a partir del ordenamiento jurídico traído de la Constitución y en su ámbito, pueden después intervenir con suficiente amplitud todos los demás poderes institucionales, ejecutivo, judicial, o de otro carácter (social, no institucional) y todos los ciudadanos. Todo Estado de derecho es, en este sentido (casi una redundancia), Estado constitucional de Derecho. El imperio de la ley es antes que nada imperio de la ley fundamental, imperio de la Constitución.

Tengo fuertes reservas, sin embargo, frente a una -en nuestros días muy en auge- extremosa contraposición doctrinal que de modo esencialista quiere establecerse entre lo que sería un casi perverso Estado legislativo de Derecho y un casi perfecto Estado constitucional de Derecho. En esta perspectiva con frecuencia se tiende a degradar, casi a demonizar, al primero como producto espurio de "los políticos" y de las vulgares mayorías, mientras que se deifica y ensalza al segundo como resultado excelso de la obra hermenéutica de sabios juristas y expertos minoritarios. Sin prescindir para nada y en términos concretos de la necesaria crítica a una u otra de tales dimensiones, a unas u otras de sus implicaciones y componentes, yo por principio y por coherencia aproximaría mucho más ambas instancias, Constitución y legislación. La Constitución no debe ser aprioristamente utilizada de ese modo contra la legislación: otra cosa, no entro ahora en ello, es su legítimo control por el Tribunal Constitucional.

Mis cautelas ante el mimético y simplista entusiasmo actual por la muy respetable fórmula del Estado constitucional de Derecho únicamente derivan y aumentan en la medida en que éste, por un lado, pueda de hecho favorecer una real infravaloración de las principales instituciones democráticas, especialmente -como digo- del Parlamento, órgano político y órga-

no legislador, y por otro, derivado de ahí, en cuanto que la interpretación y aplicación de los superiores principios y valores constitucionales pretendan atribuirse y reducirse de manera muy preferente y privilegiada a las meras instancias y criterios de los aparatos jurisdiccionales. ¿Leyes mínimas -otra versión del Estado mínimo- y amplio decisionismo judicial? La invocación al Estado constitucional de Derecho de ningún modo puede servir como pretexto para obviar -para "puentear"- al Estado legislativo de Derecho, al Parlamento, ni puede, por lo tanto, valer como disfraz ideológico para un reductivo Estado judicial de Derecho, poco acorde con la legalidad (incluida la constitucional) y la democrática legitimidad. En tal situación -lo estamos viendo- todos los conflictos y luchas políticas se trasladarían entonces (aún más) al interior mismo del poder judicial.El puente de la Constitución es, debe ser, de y para todos los ciudadanos -y de los todavía no ciudadanos-, actuando directamente y a través de las instituciones para esa eficaz comunicación entre legalidad (normas) y legitimidad (justicia). Pues, en definitiva, los derechos humanos constituyen la más radical razón de ser del Estado (social y democrático) de Derecho.

Elías Díaz es catedrático de Filosofía Jurídica y Política de la Universidad Autónoma de Madrid.

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