El tiempo de la berza
ETA no ha fechado con absoluta precisión su anuncio de ruptura de la tregua. Al final del comunicado que ha hecho llegar (¿cuándo?) al diario Gara figura solamente la datación "1999, Azaroan"; es decir, "en noviembre de 1999". Azaroa: la estación de la siembra o, según otra etimología posible, el tiempo de la berza. Se puede sembrar cualquier cosa en esta época del año. Por ejemplo, vientos. La traducción literal de la última línea del texto reza así: "Desde el 3 de diciembre de 1999 en adelante, queda en manos de Euskadi Ta Askatasuna el hacer saber a los grupos operativos cuándo realizar acciones (ekintzak)". Más allá de la untuosidad oficinesca del estilo (ETA tiene al frente una troika de chupatintas más duchos en plumas que en pistolas), la redacción de la frase resulta equívoca. ¿Quiere decir lo que realmente dice? Si así es, ¿qué novedad introduce o, en otras palabras, cuál es su contenido estrictamente informativo? ¿Acaso no ha estado siempre en manos de ETA (de los plumillas que mandan) la posibilidad de hacer saber a sus grupos operativos (a los pistoleros que obedecen) cuándo realizar acciones? ¿Cuál es la diferencia, en tal sentido, entre la situación anterior al 3 de diciembre de 1999 y la posterior a esa fecha? O, mejor aún, ¿cuál ha sido la diferencia entre la situación anterior al 16 de septiembre de 1998 y la que hemos vivido desde entonces? No me refiero a diferencias retóricas entre comunicados, por supuesto, sino a diferencias reales, o a un posible diferencial en la autoridad de la dirección de ETA sobre sus comandos antes y después del anuncio de la tregua o antes y después del anuncio de su ruptura. Si ese diferencial no ha existido, si la dirección ha conservado a lo largo de estos catorce meses y medio la capacidad de dar órdenes a los activistas y de ser obedecida por éstos, la tregua ha sido una ilusión (para los que han creído en ella, sobra decirlo).Tregua insidiosa, la llamé en su día. Un simple cambio de táctica calcado de la estrategia desarmada del IRA que estuvo en vigor entre 1994 y 1996 y que implicaba tres fases sucesivas: el anuncio de un alto el fuego unilateral e indefinido, simultáneo a la constitución de un frente nacionalista que asumiera como propios los objetivos maximalistas de los republicanos; una presión sobre la población unionista y sobre el RUC -la policía del Ulster- a través de un terrorismo difuso y artesanal, a cargo de bandas juveniles irregulares, y finalmente, la ruptura de la tregua. Dicha estrategia pretendía alcanzar dos objetivos: el desistimiento y, en última instancia, la quiebra del unionismo norirlandés y la desmoralización de la población británica, que obligaría a los partidos mayoritarios a acudir a las elecciones con programas que contemplasen una salida negociada a la cuestión de Irlanda del Norte, toda vez que los ciudadanos británicos no estarían dispuestos a aceptar otras soluciones, como el envío de tropas a la zona, y considerarían escandaloso, dada la contumaz incompetencia de los norirlandeses para arreglar por sí mismos sus problemas, el gasto de la mínima partida del presupuesto en sostener una costosísima e ineficaz acción policial contra el terrorismo de los paramilitares de ambos bandos. El resultado de esta estrategia fue el Acuerdo de Stortmont. Las previsiones republicanas se cumplieron: el SDLP de John Hume mantuvo su alianza frentista con el Sinn Fein, a pesar de la ruptura de la tregua, y los laboristas británicos acudieron a las elecciones con un proyecto de negociación. El modelo seguido desde septiembre de 1998 por el conjunto de los firmantes del Acuerdo de Estella ha sido el mismo. Que los resultados difieran a partir de ahora depende de las actitudes de las fuerzas nacionalistas presuntamente democráticas (PNV, EA, ELA), del Gobierno de la nación y del principal partido de la oposición ante la previsible reanudación de los atentados.
En cierto modo, el comunicado de ETA exonera al PNV y a EA del cargo de complicidad con los terroristas y de conspiración para destruir el sistema constitucional en el País Vasco. No es cuestión de saber si aquéllos firmaron realmente un acuerdo secreto con ETA. Las direcciones de ambos partidos se han caracterizado por su oportunismo y su concepción meramente instrumental de la legalidad democrática. Personalmente, creo que la palabra de Arzalluz vale tanto, en este asunto, como la de Mikel Antza, pero no es eso lo que importa. A estas alturas del curso son irrelevantes incluso la deslegitimación del Estatuto y de las instituciones vascas que tan alegremente emprendiera Egibar desde su escaño parlamentario, las críticas del consejero de Interior del Gobierno vasco a las detenciones de etarras, la política sectaria de Ibarretxe. Lo verdaderamente importante es que, si el PNV y EA asumieron algún vidrioso compromiso antidemocrático con ETA, no lo han respetado. Y si no lo asumieron, miel sobre hojuelas. Pero el hecho de que ETA les atribuya la responsabilidad principal de la ruptura de la tregua por incumplimiento de lo pactado no es suficiente para que los partidos constitucionalistas los consideren devueltos a una condición virginal. Es necesario que el PNV y EA denuncien el Acuerdo de Estella y rompan inmediatamente su acuerdo de gobierno con EH. Desde este nada preciso "noviembre de 1999" está meridianamente claro para todos, por si quedase alguna duda, que el frente nacionalista ha sido un instrumento de ETA ya en el momento mismo de su fundación. Si el PNV y EA (y ELA y lo que quede de Izquierda Unida-Ezker Batua) permanecen en el mismo, deberán ser conscientes de que, a partir de ahora, se corresponsabilizarán políticamente de todos los eventuales atentados de ETA. En particular, sería deseable que el nacionalismo presuntamente democrático dejase de endosar al PP y, de rebote, a los socialistas la culpa de que se haya deteriorado el mal llamado proceso de paz. El comunicado de ETA ha tenido, al menos, la virtud de llamar a las cosas por su nombre.
Urge una reconstrucción del bloque democrático que estuvo representado en la Mesa de Ajuria-Enea. Las condiciones para ello, en la actualidad, no son las mejores. El PNV es hoy la fuerza política con menor solvencia moral para encabezar la lucha por las libertades contra el terrorismo y sus secuaces. Necesitaría una renovación interna que parece poco probable. Los ataques de sus actuales dirigentes contra
la única legitimidad hasta ahora mayoritariamente reconocida por los vascos, la del Estatuto de Autonomía y de las instituciones derivadas del mismo, han mermado su credibilidad hasta el extremo. El lehendakari Ibarretxe no parece capaz de suscitar adhesiones entusiastas ni en su propio partido. Pero con estos bueyes hay que arar. La matemática electoral no permite la sustitución del menoscabado liderazgo nacionalista por el de los socialistas o el de los populares. Ante la vuelta de ETA a las andadas y la campaña de intimidación que desencadenarán las bandas de su entorno contra la participación en las próximas elecciones legislativas, el PP y el PSE tendrán que demostrar que pueden orillar sus intereses partidistas en aras de una cerrada defensa de las libertades civiles y del Estatuto de Autonomía que los vascos se dieron a sí mismos y que el portavoz del PNV en el Parlamento de Vitoria calificó despectivamente de carta otorgada. El "pacto entre caballeros" que algunos hemos reclamado insistentemente de los partidos en el País Vasco es hoy más necesario que nunca. Y, por descontado, carece de toda pertinencia la cuestión de si EH debe formar parte de una Mesa de Ajuria-Enea reconstruida. Ha pasado ya la hora de las interpretaciones más o menos cabalísticas de los discursos exculpatorios de Otegi y otras lumbreras abertzales. No se trata de saber si los terroristas amateurs responden o no a consignas emanadas de la Mesa Nacional de HB, sino de que ésta deje clara su posición ante el regreso de los terroristas profesionales. Y me temo que todos sabemos cuál será su respuesta.
Jon Juaristi es escritor.
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