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Tribuna
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Violancólicos

José Luis Ferris

JOSÉ LUIS FERRIS

Le tiemblan las manos. Ocurre a veces. Se levanta con la terrible intuición de que algo se adueña de sus manos y trata de mitigar ese impulso involuntario con una copa de coñac que le abrasa de golpe. Sale a la calle y se disuelve entre un río humano sin dirección alguna. Sus pasos le conducen hacia la glorieta de Pirámides, hacia el Ensanche o hacia cualquier callejón del arrabal de una ciudad que conoce desde niño pero que ahora se revela distinta, tan anónima como él, como sus pies avanzando entre los otros, herido por una desazón que le impulsa a caminar sintiendo que nadie le distingue entre la muchedumbre. Se detiene. Aprieta algo punzante dentro de su bolsillo y mira hacia la boca del metro, las aceras apenas transitadas a esas horas ya, el portal mal iluminado de una vivienda antigua. Se escucha la respiración como una animal jadeante encerrado entre sus ropas. La ve ahora. Vuelve a caminar con un sigilo de felino en acecho. Se aproxima lentamente. El vapor de su aliento es una madeja que se disipa al instante. El corazón le golpea y lo siente entre las sienes, en la humedad de su nuca, en los puños apretados dentro de la cazadora. Y a partir de ahí, el olvido: olvidar que ella existe, que la navaja que aprieta sobre su garganta existe, que el grito que aplaca con la brutalidad de su mano existe; olvidarlo todo porque nada de lo que ocurre existirá jamás salvo en los ojos aterrados de alguien que se llena de piedad y de rabia, que retiene su rostro para siempre en el espanto. Y en la Audiencia de Barcelona o de Madrid o de cualquier ciudad, meses, años después, escucha ante el fiscal una extraña acusación por 43 violaciones, 140 ataques sexuales que confesó en un principio por la presión de los interrogatorios, él, tan víctima de todos, tan herido siempre por su melancolía. Y ahora se tapa el rostro y piensa en ellas, y en su padre descargando la ebriedad sobre aquel niño tan inocente aún, y el temor le apodera de nuevo y las manos le tiemblan, y algo le abrasa de golpe y llora. Rompe a llorar porque el animal es ahora un depredador sentimental que descubre que el olvido no existe, que las bestias como él, aunque cueste creerlo, también son pasto de la melancolía.

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