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LA CRÓNICA Vuelve la tos AGUSTÍ FANCELLI

Les confesaré un sueño largamente acariciado: escribir un día la crítica de un concierto no basada en la música, sino en los ataques de tos de la audiencia. Es un sueño recurrente: aparece puntualmente cada noviembre, cuando el invierno da sus primeros zarpazos. Es también, por el momento, un sueño irrealizable, pues, pese a llevar tiempo investigando, no he conseguido reunir todavía un corpus teórico fiable. Por el camino he recibido, sin embargo, aportaciones muy valiosas, que es lo que aquí quería comentarles. La primera me llegó, hace ya años, de la mano del diccionario de María Moliner, el cual fija hasta siete categorías de toses. A saber: blanda, bronca, convulsiva o convulsa, ferina, de garganta, de pecho y perruna. No me negarán que es un buen principio para una teoría cabal de la tos, entre otras cosas porque no se aleja mucho del bagaje conceptual utilizado por la crítica para evaluar las voces, las cuales también pueden ser de garganta o de pecho, y hasta perrunas si me apuran. Sin embargo, más allá de esta brillante taxonomía, Moliner nada específico añade sobre la tos en concierto.Más tarde buceé en los Escritos críticos (Turner, 1984) de Glenn Gould, sin duda el pensamiento más articulado disponible sobre la relación entre intérprete y público. Mi emoción fue intensa cuando leí el ensayo Que se prohíba el aplauso, publicado en 1962. Ahí Gould se acerca al meollo de la cuestión: "He llegado a la conclusión, con la máxima seriedad, de que la medida más eficaz que podría adoptarse en nuestra cultura hoy día sería la eliminación gradual, pero completa, de las respuestas de la audiencia". El pianista de Toronto propone un Plan Gould para la Abolición del Aplauso y Manifestaciones de Todo Tipo (PGAAMTT), consistente en prohibir esas reacciones primero en los conciertos de fin de semana y en una segunda fase en todos. Gould, lo habrán adivinado, por esa época pensaba ya en abandonar definitivamente las salas de conciertos para consagrarse en exclusiva a las grabaciones en estudio.

Reflexión interesante, ciertamente, pero que sigue sin centrar el tema. Por ejemplo: el aplauso es siempre aprobatorio; el abucheo, siempre recriminatorio. Pero, ¿y la tos? Yo diría que la hay de los dos tipos. Cuando la he oído estallar como un resorte fisiológico largamente comprimido entre las canciones de El viaje de invierno interpretadas por Thomas Quasthoff, he pensado que se trataba de un elogio sincero. En cambio, cuando los carraspeos me han sobresaltado tras el adagio de la octava sinfonía de Bruckner me han sabido a vengativa liberación, no sé por qué. La verdad es que si algo define a la tos es precisamente su carácter imprevisible que desconcierta a los propios afectados. En el nuevo Auditori de Barcelona se produce a este respecto un fenómeno curioso: el alboroto tosigoso entre movimientos es tan formidable por efecto de la reverberación que parte de la audiencia, presa sin duda de un ataque de vergüenza ajena, intenta acallar con siseos a los acatarrados. Sin embargo, resulta imposible excluir a priori que tan severos guardianes del silencio previamente no se hayan aliviado con estentóreas contracciones diafragmáticas, en cuyo caso su reacción respondería a un evidente sentimiento de culpa.

Como ven, nada parece concluyente. Pero sigo investigando. Aparte de las experiencias en tiempo real, analizo también las diferidas. Dispongo al efecto de una discreta colección de grabaciones en directo que me ejercito en identificar con sólo escuchar las toses no eliminadas por esos genocidas que se hacen pasar por ingenieros de sonido. He llegado incluso a ponerle rostro a la autora -por la tesitura diría que es mujer- del glorioso golpe de faringitis que aparece furtivamente sobre el pianissimo de la madera y el piano al final del largo del primer concierto de Beethoven, versión Michelangeli, Giulini, Viena, 1971. Cada uno lleva el propio voyeurismo como puede. El de John Cage en 4"33"" (1952) consistió en espiar los sonidos procedentes del público durante los 4 minutos y 33 segundos en que un concertista permanecía sentado ante un piano de cola sin hacer absolutamente nada. Por su parte, Heinrich Böll dio rienda suelta al suyo en Los silencios de Murke, un cuento protagonizado por un técnico de la radio que coleccionaba con esmero los silencios grabados de los entrevistados. Y es que siempre hay delirios mejores que el de uno.

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