Jimmy
Se dice que, de un tiempo a esta parte, algunos de nuestros más broncos defensas centrales comparten una pesadilla: caminan por un túnel y de repente se les echa encima un tren de alta velocidad. Justo antes de ser atropellados descubren que la locomotora tiene pómulos metálicos, un espolón con apariencia de quijada, nariz de amplias aletas y boca de tiburón. Aún más, bufa con un impecable acento holandés, y hace un amenazador despliegue de fintas, chirridos y bocinazos. Entonces descubren que el supuesto convoy era en realidad Jimmy Hasselbaink.Cuando despiertan es demasiado tarde.
Hoy, después de unas pocas semanas de incertidumbre, Jimmy se revela como uno de esos seres curtidos en las situaciones más apuradas y acreditados en los compromisos más graves; tipos que nunca se ausentan si hay que salir de un embrollo. Inspira tanta confianza porque es incontenible en su sencillez: su disposición es tan franca, su carácter tan transparente y su estilo tan directo que resulta imposible considerarle un extraño. Nadie se atreve a desconfiar de él.
Y sin embargo, su vida profesional ha sido un verdadero ejercicio de supervivencia. Apareció en el Telstar, un oscuro equipo holandés en el que apreciaban más su fuerza que su puntería; le emplearon en toda clase de tareas auxiliares, convencidos de que carecía del refinamiento y la fascinación de los goleadores que habían hecho fortuna en el campeonato. Luego cayó en el AZ 67, un club que sólo excepcionalmente había conseguido aparecer en las antologías y los cuadros de honor, siempre copados por el Ajax, el Feyenoord y el Eindhoven, y por el exigente recuerdo de Cruyff, Van Basten, Koeman y compañía. Después pasó como una sombra por el Zwolle, y de allí se fue al Campomaiorense portugués en lo que algunos consideraron un salto al vacío. Por fin negoció un nuevo contrato con el Boavista, donde consiguió firmar una temporada de veintiocho partidos y veinte goles. Fue entonces cuando le descubrieron los sabuesos británicos y se lo llevaron al Leeds.
La tutela del fútbol inglés era la mejor de las opciones posibles para un purasangre como él. Postergado por un momento el fútbol de toque del Liverpool, la Premier League era un dominio del Manchester y el Arsenal, dos tanques de adrenalina, y del Chelsea de Vialli, una infiltración de acero italiano. La proximidad de gente como Yorke, Cole, el imponente Anelka o el renacido Dennis Bergkamp fue para él una auténtica inspiración. En un fútbol que parecía animado por una corriente eléctrica, los delanteros del futuro deberían ser rápidos, fuertes y dinámicos; capaces de prodigarse con la máxima intensidad en todos y cada uno de los minutos del partido. Y, por supuesto, expertos en el arte de irrumpir como mastines en todas las encrucijadas peligrosas. En aquel mundo de latigazos, descargas y explosiones, Jimmy Hasselbaink creyó que había descubierto una mina. Guiado por su instinto consiguió desdoblarse en cientos de escapadas, choques y tiros que le convirtieron en goleador del año.
Ahora juega para nosotros y es una de las estrellas de la Liga más variada y quizá más saludable del mundo, pero sobre todo es el hombre feliz. No hay más que verle cada vez que pisa el área.
Llega como un expreso, atropella a los centrales que se le interponen, y se transfigura cada vez que marca uno de esos goles extremos a los que sólo les falta la estela de humo y el olor a pólvora.
Entonces tiene la expresión vacía del artista rendido. Burla al portero, pone los ojos en blanco y vuelve la cabeza hacia las alturas como un arrebatado músico de jazz.
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