Nuestra bella profesión
Cuanto peor prensa tiene el periodismo, más atrae a los jóvenes. ¿Se debe a razones equivocadas? Por otro lado, parece que no todos los periodistas ejercen la misma profesión. No hay semana en que algún libro no acuse al periodismo (al no poder citarlos todos, no destacaré ninguno). Nada más natural y más sano. El informador debe merecer el exorbitante poder que tiene. Es el mensajero, el mediador, el enlace y el vínculo. Puede elegir entre hinchar un rumor o revelar una verdad. Gracias a él, nada de lo que en este planeta hay de humano nos es extraño. Ni lo mejor ni lo peor. La mayor parte del tiempo, lo peor. Si incumple sus deberes, debe aceptar el que le llamen al orden. Y si, como es el caso hoy, la evolución de la sociedad modifica la naturaleza de su misión, entonces es necesario que los principios estén claros para todo el mundo.Sé bien que ni todas las acusaciones son desinteresadas ni todos los fiscales irrefutables. Hay quien, al no haber aprendido ni olvidado nada, sólo ve en la denuncia de sus colegas una forma de acelerar la descomposición de la democracia formal, con la idea implícita de que una sociedad poscapitalista podría permitir acceder al reino de una prensa virtuosa. En ese caso, tendríamos que vérnoslas, empleando un viejo lenguaje que parece seducir de nuevo, con sermones ladrados por los nuevos perros guardianes del pensamiento políticamente correcto en su lucha contra el llamado pensamiento llamado único.
Personalmente, esto no me molesta, y admito estudiar la legitimidad de todos los argumentos, seguro como estoy de que la sociedad competitiva y de mercado es preferible a las demás sólo gracias a implacables regulaciones. Como sabemos, el último reproche de moda concierne a la connivencia. En la sociedad de los periodistas, de los redactores de periódicos y analistas, hay supuestamente una tendencia a vivir en un estado de simbiosis y de parasitismo con los hombres de poder. El informador traicionaría su misión, que, por supuesto, es ser independiente en relación con unos y otros. Una intimidad tan sospechosa le conduciría a silenciar los crímenes y delitos de sus cómplices de convivencia mundana.
Después de todo, es muy posible. Tuvo lugar en el pasado y ocurre hoy. Pero la acusación es aquí tan grave que los fiscales están obligados a proporcionar ejemplos y pruebas. La gran sorpresa, que subraya una virtud nueva en nuestra profesión, es que los fiscales, lejos de esgrimir los asuntos de "interés nacional", se ven reducidos a reprochar sobre todo a sus colegas el hecho de respetar la vida privada de sus supuestos protectores. Porque hoy no vemos qué escándalo ha sido silenciado. ¿Quién ha sido protegido, qué político? ¿Qué jefe no ha tenido las manos esposadas? Y si Roland Dumas no dimitió, no fue debido a que periodistas como Alain Duhamel y como nosotros no se lo suplicásemos.
Así, pues, nos encontramos ante una verdadera estrategia de la sospecha, apuntalada por una acusación de practicar la autocensura. Aquí es donde la mezcla de hipocresía y de cinismo se vuelve explosiva. Porque, sí, es cierto, nos pasamos la vida practicando la autocensura. Sí, dedicamos una parte de nuestra existencia a escoger las verdades que nos parece conveniente decir. Sí, ocurre que callamos los defectos menores de nuestros amigos y las debilidades desdeñables de nuestros ídolos cuando se trata de su vida privada. Uno de los orgullos de mi vida ha sido ser amigo de Pierre Mendès-France, y por nada del mundo hubiese creído que fuera mi deber revelar los sentimientos que él podía tener por algún ser querido. Entre él y yo existía una connivencia. De igual modo, me acuso de haber concedido un poco de tiempo a las antiguas colonias antes de subrayar su posible incompetencia. ¡Tenían derecho a ello!
Ninguno de nosotros, digo bien, ninguno de nosotros, ha pensado nunca que todas las verdades, sin excepción, debían ser dichas de todas todas, ni, sobre todo, que fuera moral decirlas. Porque, con toda seguridad, en cada momento seleccionamos, diferenciamos, elegimos y dejamos de lado muchas cosas. Ésa es nuestra profesión. Queda saber qué dejamos de lado y por qué. Cuanto más exigentes somos, más tiempo pasamos diciéndonos que la decencia dicta no hurgar en la basura para ensuciar la vida privada de nadie, por muy ajeno que nos sea. Nuestra ética profesional consiste en decidir a cada momento cuál es el punto a partir del cual tenemos el deber de informar a la sociedad sobre las faltas de algunos de sus miembros. En especial, tenemos el deber de decidir si tenemos suficientes pruebas en que basarnos cuando ponemos en tela de juicio una reputación.
Antes de que conociese la triste historia de las relaciones de Mitterrand con Bousquet, lo que me importó en un determinado momento no fue -¡por Dios!- saber si Mitterrand tenía o no una hija adulterina, sino descubrir por qué consideraba útil incluir en su Gobierno a ministros comunistas cuando consiguió hacerse elegir sin su apoyo y cuando fue precisamente por eso por lo que le respaldé. No pensaba, y con razón, en Mazarine. Pero si hubiese conocido el secreto, hubiese respetado mil veces el destino de esa joven. Mil veces.
Este universo de sospecha siempre me ha provocado náuseas, y, a decir verdad, cuando hoy leo a algunos colegas me pregunto si ejerzo la misma profesión que ellos. Si lo he hecho en algún momento de mi vida. Mi profesión tal vez no tenga una inspiración más elevada que la suya, pero, sin duda alguna, es diferente, y veo tres razones para ello.
En primer lugar, descubrí el poder de la prensa cuando, en mi infancia, me enteré del suicidio de un ministro, Roger Salengro, víctima de una infame campaña de prensa que le acusaba a diario de traición ante el enemigo durante la guerra. En definitiva, sólo descubrí la prensa con motivo de una de sus fechorías.
En segundo lugar, porque conocí el periódico Combat cuando Albert Camus decía a sus jóvenes colaboradores: "Os haré hacer cosas que son plomíferas, pero nunca cosas asquerosas". Y entre las cosas asquerosas estaba la delación en todas sus formas y, por tanto, el papel del confidente que cuenta al poli la vida privada de los demás.
Por último, porque conocí el periodismo desde el interior y desde el exterior. Durante cierto tiempo fui víctima de algunos periódicos colonialistas y estalinistas; sé, por lo tanto, desde dentro cuál puede ser nuestra capacidad para perjudicar, qué insomnios podemos provocar. Por todas estas razones, cuando alguien detiene los debates sobre la ética de los periodistas en nombre de la libertad, descubro en ello la más chocante de las hipocresías. Pero del mismo modo, cuando denuncian a los periodistas franceses como culpables de no imitar, en su agresiva vulgaridad, a los colegas extranjeros que nos ofrecen todas las barbaridades de la transparencia, entonces me alarmo, me indigno y me sublevo.
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