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Srebrenica, Drvar

Bosnia, que durante años ha ocupado la atención de nuestros medios de comunicación, se halla hoy inmersa en una ostentosa penumbra informativa. Hay quien, para explicarlo, se acogerá sin rebozo a la idea de que la normalidad se ha ido instalando en el principal de los escenarios bélicos posyugoslavos. Para confirmarlo se aducirá, por ejemplo, que la violencia política es hoy excepcional, que las barreras fronterizas que separaban a las dos entidades configuradas en Dayton se han ido diluyendo y que, mal que bien, la economía empieza a despegar. Así las cosas, se nos dirá, sólo los más recalcitrantes pueden sostener que la situación de hoy es, pese al general efecto negativo de la crisis de Kosovo, peor que la de cuatro años atrás.Pero no puede olvidarse lo que queda en la trastienda. Aunque las fronteras internas se han volatilizado, en las dos entidades -mejor sería decir tres, dada la condición de taifa independiente que corresponde a la croatizada Herzegovina occidental- gobiernan los de siempre y no parece que los progresos sean sensibles en lo que atañe a la gestación de instituciones comunes. Por si poco fuera, el país se encuentra sumido en la incertidumbre de una privatización singularísima -producto de las no menos singulares formas de propiedad vigentes en la Yugoslavia de otrora- y sometido al influjo de poderosos grupos de presión a menudo vinculados con circuitos mafiosos que campan por sus respetos.

Si reunimos lo aparentemente saludable y lo evidentemente reprobable estará servida una conclusión: la ingeniería político-institucional tramada en Dayton se asentó en una apuesta consistente y eficaz por la estabilidad -en el designio, para entendernos, de evitar una nueva guerra- que nada tiene que ver, por desgracia, con la construcción de la democracia, y menos aún con la restauración de la convivencia multiétnica. Los más optimistas replicarán que esa prosaica apuesta por la estabilidad no es sino una contingencia provisional que el paso del tiempo arrinconará en provecho de fórmulas más ambiciosas. Para desmentirlo, y para dinamitar algunos de los elementos centrales de la propaganda al uso, bueno es que recordemos lo ocurrido hace bien poco en dos localidades bosnias: Srebrenica y Drvar. Una y otra se convirtieron años atrás, al amparo de los resultados en las elecciones municipales de septiembre de 1997, en los ejemplos señeros de lo que tantas instancias internacionales parecían postular.

El diseño general al que ha respondido la organización de elecciones en Bosnia es sencillo: se esperaba que las gentes hiciesen valer su voto en los lugares en los que residían antes de la guerra, y no en aquellos en los que, en muchos casos, habían encontrado refugio. Pero lo cierto es que lo que estaba llamado a ser la norma se convirtió en la excepción, y lo que debía ser la excepción se tornó en regla general: muchos bosnios optaron por hacer valer su voto en el lugar en que físicamente residían, con lo que, en los hechos, las limpiezas étnicas desplegadas durante la guerra experimentaron un adicional impulso. A estas alturas no es preciso agregar, por sabido, que la abrumadora mayoría de los refugiados generados por el conflicto no ha podido regresar a sus hogares (las casas medio reconstruidas que se aprecian por doquier han sido reedificadas las más de las veces por sus ocupantes recientes, y no por sus antiguos moradores).

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Srebrenica y Drvar fueron las únicas excepciones significadas al modelo que acabamos de enunciar. Si en la primera, situada en la República Serbia de Bosnia, fueron formaciones bosniacas las que se impusieron en las elecciones municipales, en la segunda, emplazada en la zona de mayoría croata de la Federación de Bosnia-Herzegovina, fue una lista serbia la que obtuvo la mayoría. La explicación era sencilla: los supervivientes bosniacos de Srebrenica, residentes ahora en Tuzla, en Sarajevo o en otros lugares, optaron por hacer valer su voto en su lugar de origen, y otro tanto ocurrió con los serbios desplazados de Drvar.

La noticia, halagüeña por tantos conceptos -olvidemos ahora que no fueron partidos de corte cívico y supraétnico los que ganaron las elecciones en Srebrenica y Drvar-, dejó abierto el camino al poco a un sinfín de problemas. Ante la oposición de las autoridades locales, las cámaras municipales no pudieron constituirse, mientras los poderes de las dos entidades decretaban los correspondientes bloqueos financieros. En abril de 1998, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) procedió a suspender la asamblea municipal de Srebrenica e impuso un ejecutivo interino encabezado por un representante internacional. Quien estaba llamado a ocupar la alcaldía en Drvar, un ciudadano serbio, fue linchado por la población croata del lugar y, salvado en última instancia, hubo de recalar en un hospital de Split. Más de un analista se sintió obligado a acuñar un concepto, el de gobierno municipal en el exilio, que en otro escenario habría provocado la sonrisa.

Hasta aquí, si se quiere, los avatares de una historia local azarosa y más o menos incontrolable. La sorpresa llegó en agosto pasado, cuando la OSCE dio carta de naturaleza a la política de hechos consumados y se inclinó por renunciar a la constitución de las cámaras municipales de Srebrenica y Drvar. Poco importa que la propia OSCE señalase, un tanto sorprendentemente, que la medida no acarreaba ni suspensiones ni ceses ni revocaciones. Tampoco tiene excesivo relieve que, en un marco de disputas sobre las atribuciones respectivas del alto representante y de la OSCE, el primero, tras lamentar la decisión, pareciese reservarse para evitar males mayores en el futuro. Ni siquiera hay que prestarle demasiada atención, en fin, a la destitución -cabe suponer que para acallar protestas- de varios responsables croatas en el cantón de Drvar.

Lo que no puede escapársele al lector es que el programa defendido desde 1995 se ha venido abajo. ¿Quién se atreverá en adelante a pedirle a los bosnios que voten en dónde residían antes de la guerra? ¿Quién podrá sostener, sin pestañear, que se están restaurando las bases de la convivencia multiétnica? ¿Quién se sorprenderá de que sigan sacando pecho los responsables de salvajes operaciones de represión y desplazamiento de poblaciones? Uno tiene derecho a dudar, en fin, de que con semejantes prácticas se esté fortaleciendo esa estabilidad que tanto acarician nuestros dirigentes. Mucho más sencillo es concluir que el camino que conduce a una partición de hecho en un país atribulado sigue abierto y que las razones para el optimismo son más bien livianas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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