Sin Molina no habría sucedido
A primera vista, la proeza del Atlético en el Bernabeú será contada a partir de Hasselbaink y sus goles, o de Ranieri y su por una vez acertado planteamiento, o de la fabulosa y ordenada presión de los rojiblancos y de la utilidad vertiginosa que le daban a cada uno de sus robos de balón. También saldrán nombres propios del grupo perdedor (Toshack, Redondo, Guti y sus pérdidas de balón, el Madrid en general...) en aquellas interpretaciones que señalen antes a los defectos blancos que a las virtudes rojiblancas. Y casi nadie se referirá a Molina, el guardameta del equipo vencedor. Pero el partido de ayer jamás habría sucedido sin él en la portería del Atlético. O mejor dicho, para hablar con propiedad, sin él a muchos metros de distancia de dicha portería. Porque es ahí donde juega, donde se agranda.El Madrid apenas le remató (4 tiros entre los tres palos en noventa minutos), tampoco le obligó a una actividad exagerada con frecuentes llegadas al área o centros constantes. No le dio trabajo a Molina, en suma, en la zona por la que se acostumbra a medir a los porteros. Y por eso nadie reparó ayer en él. Pero Molina es de otra especie y no se le puede medir como a un cancerbero cualquiera. Es diferente, representa la modernidad. Su cualidad más poderosa no está en los balones que detiene, sino en el territorio que asume y del que libera, de paso, a su equipo. Un tercio del campo es suyo.
Por Molina y su compromiso con los alrededores del área, Ranieri pudo mandar a su equipo a presionar en el campo del rival, pudo adelantar su defensa hasta el medio campo, pudo explotar las cualidades de Hasselbaink, pudo desnudar a Toshack, pudo concederse su primer día de gloria en esta casa...
Por Molina, Ranieri hoy ríe y salta, y no tiene la amenaza de despido encima. Por Molina, sí, el mismo guardameta al que nada más llegar el italiano quiso sepultar en el banquillo. Y aún no ha sido capaz de explicar por qué.
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