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Elogio de la ciudad

XERARDO ESTÉVEZ

¿Se puede hacer un elogio de la ciudad en general? Ya me gustaría, pero prefiero acotar el elogio a la ciudad europea, aquella que si quiere resolver problemas o conseguir objetivos todavía puede hacerlo, ya que no se les ha ido de las manos a sus rectores.El interés por la ciudad y el territorio aparece y desaparece, como el Guadiana, en función de los grandes acontecimientos históricos: la ciudad medieval con la aparición o la generalización del comercio, la ciudad moderna con la industrialización, la ciudad contemporánea con el post-industrialismo. Ahora, en esta sociedad nuestra, global e informacional, tan acertadamente descrita por Manuel Castells, que gira en torno a los flujos y mercados mundiales del capital y de la información, la terciarización, la revolución de las telecomunicaciones, las migraciones, la multiculturalidad, la movilidad urbana en función de los nuevos tipos de trabajo, nos encontramos en un momento de auge de la ciudad y la metrópoli, pero paradójicamente el interés político y profesional ha disminuido, tanto entre los partidos como entre los arquitectos.

Muchas ciudades españolas se han transformado en los últimos veinte años, y algunas de ellas han sido capaces de dirigir este proceso. Cito algunas que conozco bien: Barcelona, Gijón, Girona, San Sebastián, Santiago de Compostela, Vitoria, y, por qué no, a otra escala, Allariz o la Seu d"Urgell. Todas ellas tienen distintos problemas, población, economía, gobierno, pero no obstante tienen algo en común: la forma de entender lo urbano.

La ciudad es un lugar en el que se manifiestan las tensiones bipolares o multipolares, pero también es el lugar donde éstas tienden a resolverse. Ello exige una posición de acuerdo continuado, ya que lo urbano se mueve irremisiblemente en ese ámbito, sin poder cerrar capítulos definitivamente o ganar batallas de forma grandilocuente. Esas tensiones son propias del tejido social, emanan de los ciudadanos y de sus grupos, y ya no aparecen sólo como una confrontación ideológica clásica entre derecha e izquierda, sino con otras facetas que merecen ser consideradas.

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En la ciudad se manifiesta abiertamente el mundo de lo global y lo local, donde se mezclan las distintas identidades modulares de los ciudadanos, y donde es necesario cada vez más incorporar a la comunidad local a los que son excluidos. La dialéctica entre tradición y modernidad o, lo que es lo mismo, entre la innovación y la conservación, se plantea a la hora de saber elegir urbanística y arquitectónicamente aquella parte de la ciudad que es necesario transformar y cómo hacer asequible a la ciudadanía esa idea, teniendo en cuenta que de entrada puede provocar rechazo. Los ciudadanos suelen ser resistentes a la transformación, ya sea porque en nombre de lo moderno se ha destruido mucho y hay una fundada desconfianza, o porque sus referencias vitales están ubicadas en la perspectiva más cómoda de la ciudad tradicional. Tensiones que se dan también en la confrontación entre lo público y lo privado, que se han relacionado durante mucho tiempo como el perro y el gato, pero que hoy en día lo hacen con arreglo a planteamientos menos radicalizados. Las decisiones del sector público tienen que tender a garantizar las "cuentas" en la ciudad, pero no de cualquier negocio, sino de aquellos que se insertan en un esquema general, por ejemplo, el del plan.

Otro campo de conflictos es el de la cooperación y la competitividad entre la ciudad y la metrópoli. El hecho metropolitano se ha consolidado casi sin darnos cuenta y con un consentimiento generalizado, ya que la ciudad capital era incapaz de soportar la presión demográfica y los municipios limítrofes abrían los brazos de par en par a esa corriente migratoria, sin poner trabas urbanísticas. La democracia ha mejorado claramente la metrópoli, pero todavía no se ha "metropolitanizado", no se ha hecho política metropolitana. Algunas ciudades vecinas afrontan este problema dándose la espalda, y otras lo resuelven con un gran voluntarismo, pero el sistema autonómico no dispone todavía de una posición clara, sobre todo legislativa, respecto a las ciudades.

Contradicciones, en términos más urbanísticos, se han dado también, y aún se dan, entre el plan y el proyecto arquitectónico. Esto supuso una ruptura epistemológica entre ambos y una crítica exacerbada del planeamiento, un laissez faire que justifica su carencia y que, al final, ha conducido a una pérdida de interés por su gestión. Y podríamos seguir citando: dialéctica entre Administración y ciudadano; entre los grandes objetivos y la resolución de lo cotidiano, de los problemas comunes; entre competitividad económica y empleo; entre funcionalidad y capacidad artística, o entre pensamiento económico y urbanístico.

Para resolver estos conflictos la ciudad necesita, además de una buena base económica, ideas, objetivos, cultura, formación y planes, superando ese economicismo con acelerador que tiende a prescindir de ellos. Por citar algunos ejemplos: ideas y planes sobre la práctica de la solidaridad y cómo hacerla efectiva en la propia ciudad, o cómo poder añadir cierta racionalidad al negocio estrictamente inmobiliario -ese festín del que casi todos participan a distinta escala- que se manifiesta de una forma un tanto cínica, vituperando la especulación pero beneficiándose de ella, lo que impide, de alguna manera, abordar decididamente el problema de la vivienda en relación con las nuevas pautas de vida, o el abaratamiento de la construcción incorporando nuevas tecnologías. Ideas y planes, también, para desarrollar políticas de sostenibilidad, que no son otra cosa que la ciudad hecha poco a poco, con un horizonte que vaya más allá de los cuatro años que dura una legislatura, tarea que se puede acometer más cómodamente ahora que no existe la presión demográfica de hace años. La ciudad hecha pacientemente, reflexivamente, puede plantearse la sostenibilidad del turismo (más gestión que promoción), la movilidad urbana (desarrollando simultáneamente las políticas de ordenación del territorio, transporte e infraestructuras), el medio ambiente, etcétera. O una nueva formación para implantar una cultura urbana que permita mejorar los usos de la ciudad por los ciudadanos o, mejor dicho, usarla de otra manera, más allá de las grandes infraestructuras de hormigón y del coche privado.

La ciudad, además, tiene que apostar por la vanguardia y la innovación, ya que es el lugar idóneo para el ensayo, para la cultura, pero también tiene que serlo para entenderla y participar de ella. Apostar por la calidad en la arquitectura, en el urbanismo, en los espacios públicos, en los equipamientos, porque la mala calidad destruye la ciudadanía y la buena construye la opinión ciudadana.

Todavía no es así, y quizá en muchas ciudades europeas no llegue a serlo, pero la ciudad y la metrópoli es la mejor forma de agrupación y organización humana para resolver los problemas comunes, ya que en ese ámbito nos encontramos cara a cara todos los días y demandamos soluciones prácticas, con menos política de gabinete.

Por eso, después de veinte años volcados en desarrollar el Estado de las autonomías, es necesario volver a ocuparse de las ciudades. Esto exige un acuerdo que conlleve una adaptación y modernización de la legislación sobre el hecho metropolitano, un nuevo plano competencial para las ciudades y el gobierno de la metrópoli, y supone también que los profesionales que actúan en ella directamente, que tienen facultad para construir o destruir, vuelvan a implicarse como urbanólogos y como urbanistas. Exige, por lo tanto, adelantarse a los problemas para no tener que lamentarse después de los errores.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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