Lindbergh y la prensa de Estados Unidos
Mi motivo inicial para leer la excelente biografía Lindbergh, de A. Scott Berg, recientemente publicada, era saber más sobre las muchas contribuciones del gran aviador al desarrollo de la aviación, y sobre las aportaciones que de pasada, aunque no por ello carentes de importancia, hizo a la cartografía, la arqueología y la biología médica. Pero dado que los últimos años han sido testigos de la muerte de la princesa Diana y de la malsana publicidad sobre la vida sexual del presidente Clinton y de otras personalidades más o menos distinguidas, me fascinaron las complejas, y en muchas ocasiones tensas, relaciones de Lindbergh con la prensa escrita y la radio de su época.Como acróbata en las ferias de los pueblos del Medio Oeste y piloto pionero del correo aéreo a mediados de los años veinte había defendido sus más íntimas emociones personales de la cordial curiosidad de la prensa. Cuando la noche del 21 de mayo de 1927 aterrizó en París tras un vuelo en solitario de 33 horas desde Nueva York -fue el primer hombre que cruzó sin escalas el océano Atlántico- se sintió abrumado por el entusiasmo de las decenas de miles de parisienses que abarrotaban el aeropuerto para celebrar su llegada. Alto, delgado y con una sonrisa de chiquillo travieso, era tan fotogénico como cualquier ídolo popular. Durante las siguientes semanas de saturación informativa sobre cada uno de sus movimientos no paró de expresar su agradecimiento personal y de recordarle a su audiencia la importancia de los empresarios que habían financiado su aventura y de los ingenieros y mecánicos que habían construido El Espíritu de San Luis siguiendo sus indicaciones.
Dos años más tarde se sentía menos contento con la prensa, cuando ésta intentó cubrir su noviazgo y matrimonio como si él y su novia tuvieran que estar permanente y voluntariamente a disposición de los medios de comunicación, o cuando a finales de 1931 se propagó el falso pero insistente rumor de que su hijo era sordo debido al hecho de que su madre había asistido a clases de vuelo durante el embarazo. Pero lo verdaderamente amargo y los efectos adversos permanentes para su vida personal y familiar se iniciaron cuando, el 1 de marzo de 1932, ese hijo, que entonces tenía 20 meses, fue secuestrado. Hubo múltiples factores que sin duda justificaban una cobertura informativa prolongada e inevitablemente inoportuna. La policía estaba convencida de que había más de una persona involucrada. Los Lindbergh se vieron inundados de mensajes procedentes de políticos y de famosos de todo el mundo; y también de ofertas para ayudar en la investigación, falsas notas de rescate, mensajes del más allá, supuestas fotografías de la banda de secuestradores...
El gánster más famoso de Estados Unidos, Al Capone, que en aquel momento cumplía condena por evasión de impuestos, ofreció sus servicios para ponerse en contacto con los secuestradores y devolver el bebé a sus padres. El mismo Lindbergh decidía qué mensajes había que tomarse en serio. También autorizó a un excéntrico médico retirado, Jafsie Condon, para que negociara el pago de un rescate elevado en un cementerio de Nueva York. Acompañó a Condon cuando éste entregó el rescate, y voló con su propio avión a múltiples citas, aunque inútiles, en yates en los que presuntas bandas tenían retenido al bebé. En general, la prensa respetó los ruegos de Lindbergh de que no se le fotografiara e interrogara a todas horas, pero sin duda la implicación de tantas personalidades importantes y la investigación eran temas de legítima cobertura informativa, incluidos los comentarios sobre su papel personal.
El 12 de mayo se descubrió el cadáver del bebé en una fosa poco profunda aproximadamente a un kilómetro del hogar de los Lindbergh. Entonces quedó claro que había muerto por accidente, o que había sido asesinado, unos minutos después de que el secuestrador o secuestradores lo sacaran de su cuna. Anne Morrow Lindbergh se volvió a quedar embarazada, y la pareja, aunque emocionalmente destrozada, tenía esperanzas de reconstruir su vida en torno al nacimiento, en agosto de 1932, de un segundo hijo sano, pero creyó necesario contratar a docenas de guardas privados para proteger a la señora Lindbergh y a su segundo hijo de los reporteros gráficos.
Dos años después, en septiembre de 1934, la policía arrestó a Bruno Richard Hauptmann, un carpintero alemán inmigrante. En numerosas ocasiones, Hauptmann había pagado en tiendas y gasolineras con billetes del rescate, marcados por la policía. La madera de la escalera utilizada para el secuestro coincidía con unos tablones que habían sido arrancados del ático de Hauptmann, y el cincel de dos centímetros que se encontró junto al cuerpo del bebé era lo único que faltaba de la caja de herramientas de Hauptmann. A pesar de las abrumadoras pruebas circunstanciales, Hauptmann nunca confesó. Tras un juicio de seis semanas en Nueva Jersey, seguido de unos diez meses de infructuosas apelaciones ante tribunales superiores, fue víctima de la pena de muerte en enero de 1936. Antes, durante y después del juicio la prensa discutió si había sido sensato que Lindbergh interviniera personalmente en la investigación, y especuló, sin visos de evidencia, sobre posibles implicaciones de los miembros de la familia y del servicio. Como inicialmente la policía estaba segura de que había más de una persona implicada, y como Hauptmann nunca confesó, muchos creyeron que el caso no había quedado resuelto, y la prensa siguió durante años publicando cartas en las que se alegaba saber quiénes eran los "auténticos" secuestradores.
Tras el juicio, los Lindbergh, convencidos de que en EEUU no podían vivir seguros ni disfrutar de su intimidad, se trasladaron a Europa, donde Lindbergh expuso sus fuertes creencias anticomunistas y su preocupación por la defensa de la civilización "cristiana" producto de las naciones "blancas". También expresó algunos estereotipos antisemitas corrientes entre los conservadores anglosajones. En el verano de 1936, a petición del agregado militar de Estados Unidos en Berlín, Lindbergh aceptó la invitación del Gobierno nazi para visitar los aeródromos y las fábricas alemanas, la mayoría de las cuales eran "zonas prohibidas" para los agregados militares de las potencias democráticas.
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Lindbergh y la prensa de Estados Unidos
Sus detallados informes técnicos fueron de gran valor para alertar a las democracias occidentales del alcance y la calidad de los preparativos nazis para la guerra. Pero cuando Hitler inició la II Guerra Mundial, el 1 de septiembre de 1939, Lindbergh (como su padre, el congresista Lindbergh, durante la I Guerra Mundial) abogó por la neutralidad de Estados Unidos. Los más prestigiosos integrantes de la prensa estadounidense eran antifascistas y estuvieron a favor de los aliados desde el principio. Criticaron sin piedad los prejuicios elitistas de Lindbergh y el que no condenara públicamente el régimen nazi. Pero no se dio tanta importancia al hecho de que inmediatamente después de Pearl Harbour ofreciera sus servicios al Ejército y llevara a cabo importantes misiones mientras duró la guerra.
No lleva a nada especular sobre lo mucho que podría haber aportado Lindbergh como científico y personaje público si no le hubieran amargado las relaciones con la prensa a que se aluden en este artículo. Tampoco pretendo echarle la mayor parte de la culpa a la prensa. La cobertura que dio a su matrimonio fue un acoso innecesario a un joven muy reservado y a su novia. Y el asedio fotográfico a su esposa y su segundo hijo, tras el asesinato del primero, es injustificable. Únicamente la prensa sensacionalista acosó a Lindbergh durante los cuatro años de sufrimiento a causa del secuestro, pero es comprensible que no siempre pudiera separar el interés público de su sufrimiento privado.
Sin embargo, después, y precisamente por ser un personaje público influyente, no tenía motivos para sentirse ofendido por las críticas de la prensa a sus puntos de vista sobre política exterior. Nunca sabremos si sus declaraciones, y sus ideas, podrían haber sido más afines a la izquierda democrática si no se hubiera vuelto tan paranoico. Pero al leer sobre su tormento con la prensa también he pensado en los muchos estadounidenses admirables que en las últimas décadas han manifestado directamente que nunca se presentarían a cargos públicos mientras la prensa pudiera escribir de forma tan agresiva e ilimitada sobre sus vidas privadas.
Gabriel Jackson es historiador.
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