La libertad
PEDRO UGARTE A finales de la semana pasada la prensa se hacía eco de la curiosa historia de Melita Norwood, la viejecita espía: una anciana de 87 años que acaba de ser descubierta (más bien delatada) por un ex espía ruso e identificada como uno de esos agentes que, en los tiempos de la guerra fría, pasaba documentación secreta británica a la Unión Soviética. La historia de la viejecita, a la que las fotos de agencia retratan con candorosa serenidad, muestra distintos ángulos: Melita Norwood, alias Hola (un auténtico alias de película), sirvió durante cuarenta años al KGB. Lo hizo por razones ideológicas (fue miembro del Partido Comunista británico) y no se enriqueció con su actividad. "Creo en la paz y en el socialismo, y quería que Rusia estuviera a la altura de Alemania y los Estados Unidos. Volvería a hacerlo", declara ahora, con fe inconmovible, con inquebrantable fidelidad a sus principios. Estos abuelos y sus batallitas. Antes uno tenía abuelos de misa diaria, pero ahora ya empiezan a aparecer los abuelos comunistas. El tiempo va demasiado rápido para la gente y la señora Norwood parece anclada en los decenios anteriores al derribo del Muro de Berlín. El vértigo de las ideas devora nuestro mundo y, durante su periodo de existencia, cualquier persona longeva puede asistir a la destrucción de todas aquellas convicciones por las que luchó en su juventud. El tiempo moderno es cruel con nosotros incluso en eso. En efecto: los viejos y sus batallitas; los viejos y sus cosas. La caída del marxismo está gestando una nueva suerte de carcas: ya no se verá el retrato del Papa en casa del abuelo, sino el de Stalin (¿quizás, entre nosotros, el de La Pasionaria?) Y los nietos, atentos seguidores de las modas que dictan los nuevos tiempos, acaso neoliberales, se reirán de las chocheces de su ancestro. Pero la historia de la abuelita espía inspira también algunas otras reflexiones. Hace una semana, su mera existencia despertaba el desconcierto en la clase política británica: los conservadores pedían que se hiciera algo con ella, y el Ministerio del Interior no sabía literalmente qué hacer. ¿Qué se puede hacer, en efecto, con una ancianita de 87 años? ¿Acusarla de alta traición? ¿Condenarla a pena de muerte? ¿Qué tal una cadena perpetua? Melita Norwood contemplará con serena distancia los aprietos del sistema jurídico-penal que debería perseguirla. Ella se sabe libre. De algún modo oscuro y misterioso, una persona de 87 años es una persona inmune: está al margen del torbellino de ambiciones que atrapa a los más jóvenes. Ni siquiera el Estado cuenta con armas en su contra. Es cierto que nuestra sociedad arrincona a los viejos, pero también es cierta otra cosa: los hace invulnerables. A menudo me he preguntado por qué la publicidad se esfuerza en mostrar a los jóvenes como sujetos alegres y desinhibidos, cuando en realidad nunca lo son. Los jóvenes son serios (profunda, secretamente serios), inseguros, aprensivos y víctimas de modas igualadoras. Los jóvenes tienen un miedo cerval al ridículo y, por supuesto, con toda la vida por delante, tienen en cualquier lance de la vida mucho más que perder que los demás. La edad, a medida que transcurre, nos transforma en escépticos, en réplicas risibles de nosotros mismos. Incluso el Estado, con sus variadas formas de coerción, ve reducidas sus posibilidades de asfixiarnos. Melita Norwood, la anciana casi nonagenaria, puede revelarse ahora como autora de un delito de alta traición y no dejar por ello de reírse de sus vecinos, de la policía, de la Corona británica o del universo entero. La indiscriminada apuesta por Lo Joven que predica nuestra sociedad tiene al menos esa ventaja: son los jóvenes, en primer lugar, los que están obligados a serlo, y a medida que pasan los años uno siente que pierde importancia para el mundo. No deja de ser un amargo consuelo el caso de la anciana espía: es invulnerable, es más intocable que James Bond, y además nos regala la melancólica la certidumbre de que, según envejecemos, vamos ganando una cuota cada vez mayor de libertad.
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