Nación y raza
El nacionalismo se ha convertido en el tema estrella de las ciencias sociales en las postrimerías del siglo XX. Ha eclipsado a los de la equidad distributiva y el desarrollo económico, tan centrales en el interés de investigadores y escritores durante casi todo el siglo XX. La asistencia a un coloquio sobre Cambio económico y formación nacional en la historia, recientemente celebrado en la Universidad de Economía de Viena, me sugiere algunas reflexiones sobre la tremenda ambigüedad política (y semántica) del nacionalismo.En efecto, el nacionalismo, el concepto de nación y de sentimiento nacional, tiene para unos un significado claramente democrático y progresista, mientras para otros es algo ancestral, tribal y reaccionario. Es difícil encontrar otro concepto de amplio calado sociopolítico que tenga un grado de ambigüedad tan grande, si excluimos el liberalismo. Las razones por las que el liberalismo es considerado reaccionario por unos y progresista por otros, sin embargo, son claras, y no es cuestión de entrar en ellas aquí.
Originalmente, el de nación era un concepto democrático, que apareció con la Revolución Francesa en contraposición al de reino o dominio. La nación era el conjunto de los ciudadanos de un país, que construían libremente un Estado representativo por el que se gobernaban. Esta idea del conjunto de ciudadanos constituido en nación y creador de un Estado que actúa en representación y beneficio suyo se oponía al concepto patrimonial de la sociedad estamental en la que no había ciudadanos, sino súbditos sometidos a un señor, habitualmente un rey, al que pertenecían los territorios en que sus súbditos habitaban ("al rey, la hacienda y la vida se han de dar"), que eran patrimonio del soberano o "señor natural". La sociedad estamental estaba organizada piramidalmente, en realidad como una gran finca en que todos trabajaban de un modo u otro en beneficio del señor natural, que a cambio "protegía" a sus súbditos. En la nación, por el contrario, todos los ciudadanos son iguales en derechos y obligaciones, los gobernantes desempeñan sus cargos temporalmente y el fin del Estado es el "bien común". El mejor gobernante es aquel que mejor cumple la "voluntad nacional" (tan cara al príncipe de Vergara). La Francia revolucionaria era la aproximación más fiel a ese concepto de nación, que, pese a los tremendos avatares por los que pasó el país en las décadas siguientes a la Revolución, se mantuvo como ideal progresista allí y en el resto de Europa (y del mundo) a partir de entonces.
El problema, no obstante, persistía para aquellas colectividades que no habían logrado organizarse como unidad política ni antes ni después de la Revolución. Los casos típicos fueron Italia y Alemania, ambas herederas, aunque de distinta manera, del Imperio Romano. Nació así el concepto romántico de nación, de origen casi exclusivamente germánico. Italia, la "entidad puramente geográfica", como la llamó el príncipe Metternich, tenía una unidad física tan clara (delimitada por los Alpes y el mar) y un antecedente histórico tan evidente (la Italia romana) que no tenía que recurrir a grandes abstracciones culturales, lingüísticas o raciales para justificar su aspiración unitaria. El caso alemán fue distinto, porque la "nación" alemana a principios del siglo XIX no sólo no estaba organizada en un Estado, sino que sus fronteras eran borrosas, su unidad cultural, dudosa, y su legitimidad histórica, discutible. Por ello, la noción romántica o germánica de nación tuvo que apelar no ya al "contrato político" de origen rousseauniano, sino al volksgeist, al espíritu del pueblo, unido por lazos más fuertes pero menos definidos que los de la ciudadanía: la cultura, el idioma o la herencia ancestral (de hecho, la raza). Como señalaba Gerd Hardach en la citada reunión, "la definición de nación como comunidad, opuesta a la idea de la nación como sociedad civil, tuvo un profundo impacto en la historia de Alemania. Se convirtió en la ideología dominante de la Befreiungskriege (guerra de liberación) de 1813-1815 y del movimiento nacional que culminó con el Estado-nación de 1871. Las secuelas de la idea de que la nación es una comunidad cultural aún influyen en la actual reforma de la ley de ciudadanía alemana, que está basada en la ascendencia, y no en el lugar de nacimiento". Podía haber añadido que otra secuela de esa idea fue la política racial de Hitler y sus secuaces, que al fin y al cabo se definían primordialmente como nacionalistas (es lo que significa la abreviatura "nazi"), lo cual les permitía excluir de la nación alemana, por los medios que fuera, a todos aquellos que no tuvieran una ascendencia claramente teutónica.
Éste es el peligro del concepto germánico, culturista, místico de nación: que puede fácilmente convertir a las víctimas en verdugos, y a los héroes nacionales, en demagogos racistas Es más, puede justificar la tarea del verdugo pintándola como reparadora de agravios históricos. El resultado lo hemos visto claramente hoy día en los Balcanes y en Turquía (y hasta hace muy poco en el País Vasco e Irlanda). El concepto germánico de nación tiende a ser victimista, porque se origina en comunidades que se consideran afectadas por su falta de unidad política o por su falta de Estado nacional y que tienden a atribuir esta carencia a la opresión de alguna entidad exterior que impide a ese pueblo alcanzar su plenitud como Estado nacional. Son numerosos los testimonios de que muchos serbios se consideran víctimas no ya de la agresión de la OTAN, sino de la de musulmaces, católicos, croatas, eslovenos, albaneses, etcétera, a los que ellos mismos han atacado. La agresión en nombre de esa "nacionalidad oprimida" se convierte por obra y gracia del mito nacionalista en un acto de legítima defensa. Hoy quizá lo hayamos olvidado, pero los nazis consideraban que el pueblo alemán era víctima de la "plutocracia judía" que había logrado aglutinar una conjura internacional antiaria que, entre otros crímenes, contribuía a mantener dispersa a la gran nación germanica.
Sin llegar siempre a estos extremos, se da la paradoja de que los nacionalistas de hoy estén en el polo opuesto a los nacionalistas revolucionarios de 1789, que tenían la igualdad como señera. Hoy, los nacionalistas románticos están en contra de la igualdad jacobina ante la ley y en favor de los fueros personales o territoriales, tan propios del feudalismo. Son los "micronacionalistas" de que nos habla Aleix Vidal-Quadras, que añoran esa Europa de los pueblos medieval, en que cada comunidad tenía su estatuto y su "señor natural", en la que todos los que no eran paisanos eran extranjeros. Por esto se da la paradoja de que el nacionalismo sea a la vez progresista y reaccionario. Es que hay dos tipos de nacionalismo, aunque, por desgracia, el que predomine sea el romántico, el retrógrado, el que puede fácilmente degenerar en la xenofobia y el racismo. Va siendo ya hora de quitarle a ese nacionalismo romántico la piel de cordero y el aura folclorista con que disimula sus dientes de lobo y su amor al privilegio. El nacionalismo romántico sólo debe tener cabida en las competiciones deportivas y en las manifestaciones culturales. Hoy por hoy, en Europa, el único nacionalismo progresista es el europeo, con respeto a la diversidad lingüística y cultural, sí, pero con igualdad absoluta ante la ley con todas sus consecuencias.
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